Recuerdo el debate en torno a aquellas mujeres que llevaban a sus hijos al trabajo, no tanto a causa de un imprevisto o una urgencia, sino como filosofía de vida. Parecía el mundo ideal: los chiquitines dibujaban, hacían los deberes o dormitaban mientras ellas agarraban el teléfono y resolvían su agenda con seguridad y temple. Pero resultaba ardua tarea la de completar la cuadratura del círculo. De repente, se alcanzaban picos críticos, de la llantina sincopada al clásico “me aburro”. Crear escuelas infantiles dentro de algunas oficinas contribuyó a defender espacios cercanos entre padres e hijos, sin mezclar el biberón con el informe trimestral, aunque no bastaba.
Conciliación me ha parecido siempre una palabra tramposa, evoca aquellas interferencias en las emisoras en onda media cuando se nos colaba Radio Montecarlo. Como si creyésemos que un lenguaje, el de las cuentas de resultados y los objetivos, y otro en cuya jerga habitan pataletas y terrores infantiles pudieran llegar a generar una verdadera conversación. Imaginamos que bastaría con parcelar horarios y marcar un tiempo para trabajar y otro para ejercer de padres, y por un momento sentimos las ventajas de ese tabique mental que separa higiénicamente pañales y contratos. Pero los asuntos de los hijos no se desvanecen en la oficina, tan solo se esconden. Lo hemos comprobado con el llamado teletrabajo : en nuestras videoconferencias a menudo se han infiltrado muñecos de peluche y piezas de Lego, visibilizando el malabarismo cotidiano que supone compatibilizar ambos mundos.
Hace unos días un unicornio se coló en la BBC, ya que la hija de la doctora Clare Wenham no estaba conforme con tener que compartir la atención de su madre con la audiencia. Imagino los avisos previos, inservibles: “Por favor, es importante que ahora no hagas ruido…”. La pequeña Scarlett, en cambio, nos regaló toda una exhibición de poder dentro del plano, tanto que el ojo curioso del espectador se posaba en ella más que en los conocimientos médicos de su experta madre.
Cuántas mujeres se reconocerían en ese temblor interior que una intenta disimular cuando los hijos se meten en la casilla del trabajo. A lo contrario ya estamos acostumbradas: les hemos robado horas para pagar facturas y de paso realizarnos a medias. En el confinamiento, la brecha de género se ha mantenido: el 40% de las madres se ha hecho cargo de los menores frente al 21% de los padres. El teletrabajo, y más en verano, se ceba doblemente con el espinazo de las mujeres. Maldita brecha que no descansa ni en vacaciones.
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Fantástico Joana! Como la vida misma 😆
Muchas gracias. ¡Un saludo!