El termómetro digital del Prado me toma la temperatura: 35,7 saludables grados, y el domingo queda secretamente sellado, ya hay garantía de contagio artístico. El guarda, con mascarilla, saluda con la cabeza y se mueve igual que un personaje del Greco mientras indica la entrada al templo de las musas. Elevadas en un pedestal, una quiere sentirse bajo la mirada de Talía, Calíope, Clío, Erato o Terpsícore, las musas romanas que adquirió la reina Cristina de Suecia y que posteriormente traerían a España Felipe V e Isabel de Farnesio en 1724. Las hijas de los dioses Zeus y Memoria permanecen derretidas de belleza bajo los pliegues de las túnicas que desnudan sus hombros. Ellas dan nombre a los museos, contenedores de belleza que provocan encuentros -o choques- entre la mirada y la imaginación, que te conducen al pasado pero superan el futuro. Volver al museo significa recuperar la llave del templo.
Durante la última fase del confinamiento, en el Prado se obró magia para poder reabrir con un plan. No imagino mayor habilidad de ilusionismo que la de un servicio de brigada subiendo y bajando doscientos Goya, Murillo, Rubens o Velázquez para recomponer un nuevo itinerario post Covid. Contemplar la pintura de Fra Angelico en silencio, con apenas veinte personas en una sala ¡un domingo!, resulta electrizante. Los greatest hits del Prado parecen conversar entre ellos. Te invitan a entrar y a salir de un cuadro a otro como si pasaras del frío al calor. Los dos Saturnos, de Rubens y Goya, juntos, devorando doblemente a sus hijos, reflejan el horror de la incomprensible supervivencia. Enfrente, “Dánae recibiendo la lluvia de oro”, de Tiziano, desnuda pero con pulsera y pendientes bajo un cielo que llueve placer. Las Meninas al lado de los bufones producen un efecto extraño: la dignidad no entiende de clases. La historia de la civilización permea en esas paredes que invitan a volver a empezar. A mirar de nuevo los cuadros como si fuera la primera vez. A viajar por Villa Médici, pasear por el Edén con el Adán y la Eva de Durero, a preguntarte por la invención del color ante Tintoretto o Reni, a paladear el virtuosismo del detalle de Artemisia Gentileschi y Sofonisba Anguissola, cuyas obras respiran equilibrio y ambición.
“Reencuentro” es un chute de Prado exprés, y también la evidencia de que el arte es un medicamento sin metáfora. De cerca, sin los reflejos virtuales de la pantalla, los cuadros te dejan sobras en el plato para continuar el banquete. Y sales del museo recordando el azul de “El paso de laguna de Estigia”,de Joachim Patinir, con vicio. No sé si el arte nos hace mejores, pero sí invencibles frente a la nada.
La Vanguardia, 17 de Junio 2020
Qué placer leerte, Joana. Abrazo grande!