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Cuando la moda empezó a atravesar el Atlántico

Los trayectos en trenes y barcos de una aristocracia que quería presumir de vestuario azuzaron el ingenio de un maletero visionario y de modistos que marcaron época

Una modelo con un vestido de la colección crucero de Karl Lagerfel que se presentó en el aeropuerto de Santa Monica (California) en 2007 (GABRIEL BOUYS / AFP)

Hubo un tiempo en que las estaciones de ferrocarril y los puertos donde embarcaban los trasatlánticos ofrecían prodigiosos recitales de moda. Desde Hamburgo, Belfast, Saint-Nazaire, Le Havre o Manhattan zarpaban buques legendarios británicos como el Titanic, el Queen Mary o el Laconia a fin de celebrar el lujo en alta mar. La significación simbólica de la moda debía de subrayarse más aún cuando se estaba fuera de casa, por lo que convenía encargar un vestuario afinado capaz de sorprender durante toda la travesía.

Un maletero visionario, Louis Vuitton, se había instalado cerca de la estación que acogería la llegada del primer ferrocarril francés. Le apasionaba la revolución del transporte y en 1858 empezó a diseñ̃ar sus baú́les de forma rectangular, de cubierta plana reforzada con listones de madera de á́lamo y esquinas metá́licas, de forma que permitía apilar el equipaje en los compartimentos.Con la llegada del siglo XX y de los felices años 20, Vuitton fue aligerando sus materiales, a la vez que los sombreros iban transformándose en ligeros canotiers.

Una joven Coco Chanel firmaba los jerséis de punto pensados como una segunda piel, sin costuras ni ataduras, y se declaraba una aficionada al viaje. Deauville, Biarritz, Venecia o Londres inspiraron sus colecciones. La mentalidad cosmopolita se fue extendiendo más allá de la aristocracia. Viajar significaba conquistar, divertirse, mezclarse, admirar y dejarse admirar. No cabían los aficionados.

Ahí estaban Francis Scott Fitzgerald y Zelda, portadores de glamour y extravagancia, siempre acompañados de sus maletas llenas de esperanza y locura: ella con sus cuellos de pieles y sus ligeros drapeados, él con sus pantalones bombachos y las camisetas marineras. Los extenuantes periplos emprendidos por artistas y aristócratas del Romanticismo, como aquellas idas y venidas por Italia y Suiza de Percy B. y Mary Shelley junto a Lord Byron, dejaron de ser una rareza, igual que la vida en la playa.

Desfile de moda de Louis Vuitton en 2012 que reproduje un tren a vapor a escala en el Cour Carré del Louvre.

Un paternalista y visionario empresario, Henry Ford, aumentó los salarios de sus empleados para animarles a viajar –y consumir– en su tiempo libre, y así nació una nueva industria: la de la vida en movimiento. Las clases medias empezaron a adoptar maneras de la gente adinerada, hasta entonces los únicos que se habían podido confeccionado un vestuario propio para visitar las pirámides de Egipto, los vestigios de la antigua Grecia o Roma, los destinos preferidos del primer turismo.

En 1919, Gabrielle Chanel percibe una nueva necesidad entre sus clientas más cosmopolitas que programaban unas vacaciones cortas a mediados de invierno en el Mediterráneo. Con este fin ideó una breve colección con piezas ligeras y fáciles de usar, adecuadas para viajes largos pensada especialmente para las mujeres que van a la Riviera o a las playas del Lido. La flexibilidad que le brinda el punto y que ella sabe convertirlo en sastrería se combinará con largos collares de perlas para la noche. La revista L’Officiel de la mode menciona, en diciembre de 1936, «una colección de entretiempo muy completa en Chanel, y rica en trajes de chaqueta y vestidos de noche».

Refinamiento y pragmatismo se alían, y conforman piezas que responden a una moda ilustrada. En diciembre de 1933, Harper’s Bazaar publica un artículo dedicado a las Cruise clothes, y empieza a exportarse el concepto de las “colecciones crucero”. Madame Vionnet presenta en 1922 un traje para el turismo aéreo consistente en un abrigo envolvente sin costuras, de color gris perla, combinado con guantes, gorro y botines naranja. Debajo, por supuesto: pantalones.

Ilustración del traje de Madame Vionnet para el turismo aéreo de 1922

A pesar de considerarse como un exponente del elitismo, la ropa para ociosas damas de sociedad que buscan un nuevo hedonismo en las ciudades-balneario caló entre los modistos, que acaban configurando lo que hoy llamamos colecciones cápsula, un breve muestrario de entretiempo. Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, una Europa empobrecida se entrega a la ropa utilitaria aunque mira con nostalgia los protocolos inspirados en el romanticismo byroniano. No puede permitirse los atuendos coloniales y los tejidos más excelsos, como el llamado seersucker, el hilo de Escocia o la sarga de algodón, que viste la clase media americana, la única que puede permitírselo.

En los años sesenta el turismo explota, y Hollywood se erige en la principal pantalla publicitaria de los destinos más chic. Surgen imágenes icónicas como las de Jackie Onassis en Capri, con sus sandalias griegas y su pañuelo en la cabezas, o Liz Taylor vestida de Pucci en Portofino. Por su lado, la cultura hippie rescatará lo étnico y artesanal, y desarrolla una cultura del viaje entendido como exploración y exotismo: desde los kikois kenianos a las chilabas marroquíes, los chalecos hindús o los pantalones tailandenses.

En los años 80, Karl Lagerfeld decide que cada temporada empleará su creatividad en inventar una pequeña colección viajera: la estación Grand Central de Nueva York, el aeropuerto de Santa Mónica en Los Ángeles, la piscina del Raleigh en Miami, la playa del Lido en Venecia, el café Chez Sénéquier de Saint-Tropez, el Eden Rock en Cap d’Antibes, el Bosquecillo de las Tres Fuentes en los jardines del Palacio de Versalles o Loewen Cluster en la colina de Dempsey en Singapur fueron algunos de los destinos que eligió para presentar su desfiles crucero.

Pero la moda se empeña en recuperar su mística. Aún recordamos el desfile de Vuitton de 2012, firmado por Marc Jacobs: qué imagen tan poderosa la de una locomotora humeante entrando dentro del Louvre, transportando a las modelos, que parecían llegar del pasado y del futuro. Bajaban al andén como las damas del siglo pasado, enfundadas en unas siluetas que emanaban el glamour de una vida sobre ruedas. El viaje como inspiración ha sido una constante. Dior también ha celebrado sus desfiles crucero alrededor del mundo, viajando a Shanghai, Nueva York, Mónaco , Blenheim, un palacio del siglo XVIII al noroeste de Londres o Marrakech.Hoy, en los aeropuertos y los cruceros contemporáneos, la mística del viajero se ha convertido en prosa barata. Mucho tuvo que ver la aeronáutica, y no me refiero a aquellos aparatos de hélices que pilotaba la gran Amelia Earhart. La búsqueda de rentabilidad por parte de las líneas aéreas obligó a estrechar los asientos, también a tratar como rebaño a los pasajeros, no tanto por mala voluntad como por ausencia de ella. Los aeropuertos fueron creciendo al ritmo del neonomadismo global, funcionalmente asépticos, lejos de humanizar protocolos.

Detalle del desfile de Louis Vuitton organizado por Marc Jacobs en el Louvre.

En esta nueva era de la moda postcovid tan solo Chanel desfiló, esta semana, a través de la pantalla desde Capri. El grupo se mantiene al margen de la reducción de temporadas como han propuesto Armani, Dries van Noten y muchos otros creadores. No en vano, siguen presidiendo el olimpo lujo, por ello defienden la variedad como un exponente del espíritu creativo de la Maison.

El auténtico viaje no es el destino, sino la ruta marcada para conocer un tramo del mundo. “Al fin y al cabo la Tierra está aquí, me pertenece, quiero verla, quiero recorrer desiertos y montañas. La providencia me ha dado unos ojos que quieren ver”, escribía Ella Maillart, una viajera excepcional. Entonces no podíamos imaginar que el uniforme del viajero contemporáneo se parecería más a un gimnasio rebosante de chándales, gorras y chanclas, bien lejos de aquella marca distintiva que convertía a los viajeros en exploradores de sí mismos.

Magazine La Vanguardia, 14 de Junio 2020

Publicado en Culturas (La Vanguardia)

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