Poco se conoce a los pijos de verdad, que no asoman por Twitter ni por Zoom, pues fueron educados para desconectarse del mundo. En absoluto responden al estereotipo de hablar gangoso y camisa Polo Ralph Lauren, y confían más en sus perros y en su bodega que en la vida social. No buscan llamar la atención, no lo necesitan. Les bastan sus apellidos –compuestos, puede que alguno extranjero–, y suelen ser bilingües de cuna. Ellas apenas se peinan. Son naturales y educados, incluso cordiales, puesto que no tienen complejos, sino certezas inamovibles. Tampoco precisan marcar distancia: sin quererlo, emanan un perfume de lejanía.
Es impagable la ironía que Martin Amis destila en sus memorias,Experiencia (Anagrama), también su reconocimiento de casta. Un día, con 17 años, le pregunta a su padre si ellos son nuevos ricos, a lo que Kingsley le responde: “ Muy nuevos. Y en absoluto ricos”. Treinta años después, el hijo de Martin le preguntará a qué clase pertenecen. “No somos de ninguna clase. No aceptamos esas cosas”, le responde el escritor. “Entonces, ¿qué somos?”, insiste el niño. “Estamos al margen de todo eso. Somosintelligentsia”.
Los pijos de verdad no llevan vuittones o guccis del top manta , comprados “a un moreno muy buen chico”, como dicen algunas doñas del barrio de Salamanca. Difícilmente caerían en la grosería estética del fachaleco ; les basta con un jersey de cashmere o una camiseta de James Perse. Un pijo comme il faut es el duque de Alba, que aseguraba a ¡Hola! que no salió a aplaudir a los sanitarios a las ocho porque hacerlo solo en los jardines de Liria hubiera sido raro.
Los pijos-pijos no van a manifestaciones, ni siquiera en Jaguar. Detestan la bulla armada por los burguesitos que ejercen de marqueses de Sipudiera, una especie endémica del Madrid Villa y Corte. La que ahora se ha movilizado para hostigar al insoportable Gobierno de Sánchez que se les ha cruzado en sus vidas, además del virus. Quieren erigirse en estandarte de la protesta. “¿O es que solo la izquierda puede tomar las calles?”, se dicen. Muchos han salido de paseo en coche, con los niños disfrazados de España: lazos rojigualdos en el pelo, capitas principescas bicolor, mascarillas con el escudo de la nación… un uso desmedido de la bandera, que acaba por abotargar la mirada. Derrochaban un soliviantado amor patriótico, y una se pregunta en qué otro país del mundo una bandera sirve para provocar, separar y hasta agredir. Porque la ondean con tanta furia y vicio que parece que solo sea suya.
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