Con toda sinceridad, el beso social de algunos desconocidos –e incluso conocidos– siempre nos asqueó. Tomábamos la iniciativa de estrechar la mano, a fin de evitar el roce de nuestros labios con una cara sudada o una barba tan frondosa como ajena a nuestro cariño. Y nos desa gradaba sentir nuestra mejilla húmeda hasta el extremo de pasarnos disimuladamente el dorso de la mano, igual que hacen los niños a esa edad en que no les gusta besar ni ser be sados. Pocas veces salíamos airosos de la tentativa, pues mientras estrujaban tu mano te estampaban los dos besos de rigor en tendidos como puerta de acceso al otro. La gente bian aprendió enseguida a esquivar alientos, y más si el besador había ingerido un par de canapés de salmón maridados con champán –que deberían limitarse en los cócteles–. Besos al aire, falsos, aprensivos, frente a los besos de puchero, con lágrimas de alegría o de dolor.
Con el nuevo siglo llegó la hermandad de la sudadera y el abrazo de oso. Los torsos empezaron a juntarse, palmoteando la espalda en señal de afecto y ánimo. Se trataba de una fraternidad nacida de las culturas suburbanas que consideran al otro un hermano del barrio, expresando una intención menos social y más auténtica aunque acabe convertida en pose. En cambio, los gais fueron más traviesos, saludándose con un beso seco en los labios, todo un redoble de confianza.
La Covid-19 anuncia un tiempo en el que no sólo mediremos las distancias, sino que evitaremos tocarnos. O lo haremos con preservativo. Ya no podremos sopesar el grado de compromiso por la vehemencia del apretón de manos, ni el cariño por la intensidad del achuchón. Hacer chocar los pies o los codos se me antojan fórmulas mucho más vulgares que la leve inclinación de cabeza de nuestros antepasados, o que la mano izquierda posada sobre el corazón. La nueva sociabilidad nos causará estrés. Por un lado, se legitimarán conductas que otrora resultaban incívicas, como el negar la mano –Trump con Nancy Pelosi– o ese girar la cara mientras alguien habla –Suárez Illana con Mertxe Aizpurua–. Y, por otro, ganaremos en espacio íntimo, el que a veces nos era burlado con incomodidad: el pie del pasajero de la fila de atrás en nuestro antebrazo o el sobaco del camarero en nuestra nariz. Ariscas burbujas nos aislarán de los demás, des plazando aquella bella idea del poeta John Donne: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Porque el dichoso virus es también una enfermedad social dispuesta, si lo permitimos, a aniquilar la baba del cariño.
Imagen: René Magritte, Los Amantes.
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