La búsqueda de la felicidad, durante la pasada década, se convirtió en el mayor de los ideales. Se escribieron infinidad de libros sobre el tema, se organizaron congresos y se la reivindicó como un logro personal y legítimo mientras el Estado de bienestar decrecía y dejaba al descubierto a la clase media. Un baño de realidad acalló los cantos de cisne. Las broncas fueron aumentando el volumen en la aldea global, y la economía de casino que heredamos reventó las ruletas en la banca. Aún y así nos entreteníamos en elogios de la felicidad, entendida como un trance pasajero, incluso como una voluntad, una conquista. Siempre regreso a madame Du Châtelet –intelectual del siglo XVIII, más conocida, desafortunadamente, por ser amante de Voltaire– y su brillante Discurso sobre la felicidad: no tener prejuicios, sustituir nuestras pasiones por inclinaciones, conservar celosamente las ilusiones, razonar sobre el paso del tiempo, no avergonzarse de haberse equivocado…
Hasta que advertimos que la felicidad se trataba de un ideal demasiado elevado y abstracto cuya búsqueda producía frustración. Acaso por ello una onda expansiva suma adeptos, a pesar del cinismo, que sigue gozando de tanto prestigio. Me refiero a la amabilidad. Es un nuevo nicho de mercado editorial, pero la bondad entre extraños adquiere vigor aunque se trate de pequeños actos invisibles. Así mismo cristaliza en el consumo, con una forma de atender menos ausente. No me refiero sólo a la botellita de agua o a la invitación a graduar la temperatura a tu gusto que te ofrecen los Cabify, sino a los gestos de complicidad, cuidado y solidaridad anónima. Eva Wiseman recordaba hace unos días en The Guardian que “aunque la felicidad y la bondad están indudablemente relacionadas, la diferencia es que la felicidad es pasiva”.
Los enconamientos políticos y la agresividad en las redes tienen su reverso: frente al cabreo permanente de la tertulia pública, crecen las habilidades sociales y emocionales. Nunca se había hablado tanto de empatía, también como valor económico. Hay demanda de historias en positivo, por mucho que el viejo periodismo sostuviera que las buenas noticias no eran noticias. Las mareas ciudadanas abanderan la defensa de lo público, las mujeres se llaman “hermanas” en pleno auge de la igualdad real, un momento histórico que hay aprovechar más allá de la pancarta. Y los jubilados protestan sólida y unitariamente, al tiempo que los sindicatos parecen diluirse en el pasado. La iniciativa ciudadana ha ocupado la primera línea de acción con energía, convencimiento, tolerancia cero ante el abuso de cualquier tipo. Y es que en ningún otro momento de la historia la gente se había abrazado tanto, rompiendo siglos de impostada distancia.
Imagen: Golconda, René Magritte.
Comentarios