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Como volver a casa

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Querido Van

Qué largo es este amor, el milagro que me ha nutrido desde chica. Me ocurre a menudo: al escucharte me siento mejor persona, creas una atmósfera donde lo humano brilla y el clima siempre es suave. Nunca fallas, George Ivan. Tus notas llegan a lugares inalcanzables, acordes en toboganes. Con tu latido negro, mamado desde la cuna, absorbido del viejo tocadiscos que sonaba en el taller de tu padre, me has levantado cuando la el día se embutía en una caverna Y, por azar, en la radio del coche, aparecías haciendo gruñir la armónica, tus cuerdas blandiendo hinojo, oxígeno, carretera, terciopelo, whisky y caballos. Escucharte es viajar sin billete, alcanzar un estado leve, confiado, a ratos melancólico, casi místico; también es un lugar seguro, sin ínfulas, sin palabrería ni espectáculo.

Dicen que te cuesta hablar, gruñón y huidizo que en las entrevistas te haces el hombre rudo. Pero le has cantado a Dios y te has lavado con la filosofía. Has leído a Jung y sacas el subconsciente en tus letras como buen aventurero existencial. También admites que la música para ti solo es un empleo, una manera de ganarse la vida. Aunque luego te desdigas: “lo único que me encanta es la música. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”.

Van, qué inmenso eres. Raro y grande. Escueto. Habitando ese personaje que se toca con un sombrero Trilby y unas gafas setenteras. Nunca te excedes con la vista. Apenas levantas la cabeza de tu música, cierras los ojos, te trasformas en aquello que cantas: “Crazy Love”, “Caravan”, “Brown-Eyed Girl”, “Philosopher’s Stone” o “Saint Dominic’s Preview”. Detestas el show business, la mitología del rock, la codicia. Puntual, implacable, tirano para algunos, descrees de la industria, manejas tu propio sello como tu tienda de discos, y cantas , a veces viejo otras joven, con un rango que funde el quejío negro con los sonidos de Belfast.

Los discos que compró tu padre, electricista naval, cuando viajó a Detroit –Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters– te lanzaron. “Sin esos tíos no estaría aquí”. Dices “tíos”, porque tu nunca has sido cursi, a pesar de componer baladas que han alargado el amor de muchas parejas después de bailar “Someone Like You”. ¿Cómo no voy a adorarte si me has regalado septiembre con “When the Leaves Come Falling Down, o me has traído la espuma del día con Dweller On the Threshold? Van, invítame a tu próximo concierto, que me harás escribir como los ángeles, que lo nuestro es para siempre.

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Querida Meryl

Nunca has parecido de este mundo, aunque lo hayas conquistado por los cuatro costados gracias a ese don tuyo para interpretar el más obstinado de los sentimientos. Ninguna otra actriz transmite así el matiz, la emoción antes de serlo, cuando apenas se la intuye. La experiencia de la emoción. Tú la anticipas; basta con que muevas ligeramente un músculo, con que levantes un milímetro la comisura de los labios o llenes tu mirada de palabras, sin nombrarlas. Pienso que habita en ti un tratado de psicología, un diván freudiano y una mecedora en un porche soleado. Tu don enamora, por mucho que te nombren la peor vestida de la alfombra roja y te sigan ofreciendo papeles de bruja o diabla.

Te hiciste actriz para enseñar a crecer a las mujeres. No empezaste joven, rubia animadora, reina del baile de fin de curso.Pasaste por la Escuela de Drama de la Universidad de Yale antes de reverenciar al público. Tu madre tenía temperamento artístico, tu padre “procedía de una familia de impregnada tristeza”. Meryl, progre y comprometida, madre de cuatro hijos; la sensatez y el pulso creativo, sin alaracas ni escándalos. En tus biografías se relata aquel desplante que te hizo Dino de Laurentiis durante el casting de “King Kong”: “Che bruta! ¡Es muy fea! ¿Por qué me traes esto?”, le dijo a su hijo. El papel fue para Jessica Lange. Allí empezó tu carrera.

Se te conocen dos amores. El primero, John Cazale, murió en tus brazos. Te echaron del loft y te refugiaste en casa de un amigo, el escultor Don Gummer, con quien te casaste seis meses después. Hasta hoy. También eso te envidiamos, Meryl, la fantasía de un largo amor y un fuego de chimenea. Admiramos la maleabilidad de tu yo, los personajes que incluso desde el disparate o la ambición has hecho creíbles. La Hepburn y Bette Davis te nombraron su digna sucesora. Con tu récord imbatible de nominaciones, 21, pero sobre todo con tu gracia y tu don, te has erigido en mentora de varias generaciones que han bebido de tu compromiso. Que te escuchan desde la parálisis de su botox cuando dices: “Que nadie me arrebate las arrugas de mi frente, conseguidas a través del asombro ante la belleza de la vida; O las de mi boca, que demuestran cuánto he reído y cuánto he besado; Y tampoco las bolsas de mis ojos: en ellas está el recuerdo de cuánto he llorado. Son mías y son bellas”. Marie Louise, Meryl de todas las mujeres, nos has demostrado sobradamente que la belleza se arroja desde dentro. De la cabeza.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Mercedes vicente Mercedes vicente

    Impresionante, sin palabras. Un artículo a la altura de mi actriz favorita. Que delicia de lectura Joana!!
    Larga vida para la Bonet!!!

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