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Turista interior bruto

Janice Wu 6

Eres una turista en la ciudad de los prodigios. Pasas desapercibida entre ellos, con sus pechos desnudos y sus gorras tutti fruti, expresión en desuso que tantas alegrías nos procuró. Te dejas llevar por la corriente, andas en la misma dirección que los caminantes uniformados con shorts y chanclas, intentas simular que recién descubres sus fachadas. Recuerdas la primera vez que estuviste en París o Nueva York y la avidez con que las recorriste, pero ya nunca más volviste a sentir lo mismo; ocurre con el amor. Avanzas por el paseo del Mar a sabiendas de que no te pertenece; allí sobras, expulsada por un olor a comida rápida mezclado con la arena. Es un aroma que no corresponde al lugar. De lejos, el agua parece limpia, piensas en bañarte como una turista más, pero algo te lo impide. Causa un pudor extraño el bañarse en la ciudad prodigiosa. Los chiringuitos se reproducen, trillizos, cuatrillizos, idénticos y rivales. Las tablas de surf se han convertido en un elemento de decoración playera: desatan las fantasías de la gente, que se imagina sobre ellas con el pelo y la piel ­secos por la sal. La marca de la libertad: todos soñamos con ser más salvajes y no hay manera. Un campeonato de voleibol sacude los cristales del hotel Arts, donde una colonia de americanos impone el lujo despreocupado. Visten en código do­minguero. “Sea noodles”, llaman a la fideuá. Me asombra cuántos adultos que pueden pagarse un hotel caro van tatuados como marinos de otra época. Siempre he desconfiado de los caprichos que se convierten en actos irreversibles, aunque ahora los quiten con láser. Algunos, tras tatuarse una calavera, se sienten reno­vados, otra forma de entender el lifting.

Ser turista te sitúa en una categoría adocenada y permisiva, aunque a la vez denigrante: no importa la apariencia. Clonados, idénticos, igual que las esquinas de las ciudades franquiciadas, su actitud transmite una manera provisional de estar en el mundo que los sitúa más allá del bien y del mal. Los turistas ven a los oriundos como personas ajenas y empequeñecidas en sus vidas anónimas. No quieren empatizar. El sentido del ridículo ha sido expulsado de su cartografía emocional. No viajan, turistean. Entre sus voluntades destaca la de llevarse de la ciudad un sentimiento y un puñado de fotos. Por ello cumplen a rajatabla un itinerario, un peregrinaje que incluye las patas de las cigalas, las cervezas en la playa y el disfraz de flamenco.

Los treinta millones de visitantes que pasan al año por Barcelona suponen cerca de tres mil millones de euros anuales. Riqueza, sí, pero ¿a qué precio? Todos conocemos ejemplos de ciudades postal, o mejor dicho, parques temáticos desprovistos de su sabor original, igual que un chicle gastado que al final acaban escupiendo hasta sus propios habitantes.

(Ilustración: Janice Wu)

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Margarita Margarita

    Excelente,pero se queda corto,pues el precio es demasiado alto y las consecuencias a medio plazo seran nefastas.

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