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Sobre ruedas

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Desde que los futuristas ensalzaran los vehículos como paradigma de la velocidad que tanto les obsesionaba, el coche se ha percibido como una extensión de la personalidad y se le empezaron a atribuir cualidades humanas: “sufre” se dice cuando el motor se colapsa, y también “se porta muy bien, nunca me ha fallado”, tras horas de carretera. La máquina se incorpora igual que una prótesis, no hay más que ver cómo algunos le sacan brillo con la misma delicadeza que si pulieran una escultura. Los niños siempre dibujan coches; dicen los entendidos que los usan simbólicamente como modelo del cuerpo. Y en psicoanálisis se analizan sueños recurrentes al volante: esa pesadilla de bajar una pendiente a gran velocidad expresa una actitud hipomaniaca. El automóvil genera una maraña de identificaciones y dinámicas emotivas. Algunos conductores sufren prestando su auto, otros rivalizan con sus modelos, y de la ira a la libertad, el miedo o los celos, la relación con ellos surte de un repertorio de sentimientos coronados por la ilusión de control.

El que no conduce –como es mi caso– delega ese control en el conductor, aunque si uno paga las cosas son distintas. Si usted entra en un taxi y siente que no es bienvenido: un aroma fétido le expulsa de su interior y el volumen de la radio le provoca migraña, ¿qué hace? Hay taxistas amables que atienden tus peticiones: subir la ventana, seguir tu itinerario o que incluso te invitan a un caramelo. El taxi español es mucho más que un colectivo, es una idiosincrasia. La polaridad impacta ahora en el transporte público y nos preguntan si somos del taxi de toda la vida o de Uber y Cabify, cuando hay días para todo. La mayoría de los taxistas conoce la ciudad a ciegas, tiene experiencia y capacidad resolutiva, a diferencia de muchos conductores de las apps que circulan a golpe de GPS. Pero ¿a quién no le complace una berlina oscura, silenciosa, donde te ofrecen una botellita de agua y te dicen si la temperatura es de tu agrado? En esa imagen prevalece toda una simbología cargada de subtexto político en el sentido que Pierre Bourdieu le dio a la distinción: el color negro significa aquí elegancia, clase, y la radical diferencia entre delante (chófer) y detrás (pasajero), dentro (el individuo) y fuera (la masa).

En el conflicto que ha estallado entre taxistas y conductores de las plataformas late una vez más el terror a la obsolescencia, así como la transformación de oferta y demanda. Las pantallas y el papel, la compra online y el colmado, el dinero invisible y los ­euros en el bolsillo, los días pretenciosos o acaso vulnerables, donde el coche oscuro es una garantía y las mañanas cardiacas de destinos enrevesados en las que el taxi será tu aliado. Le llamamos convivencia entre el viejo y el nuevo mundo, empecinados en el lenguaje de los bandos, cuando en realidad se trata de un solo mundo en el que tendríamos que encajar sin necesidad de ser de blancos o de negros.

Publicado en La Vanguardia

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