En la España más altanera y redicha se les llama mamandurrias –“sueldo que se disfruta sin merecerlo, sinecura, ganga permanente”– a las pocas ayudas a la creación que quedan. El progreso no ha podido frenar el peligroso avance de una posición moral que sigue tratando de muertos de hambre, caraduras o aprovechados a los artistas. Con la excusa de la crisis, todo aquello que no es material ni contable ha sido arrinconado como materia ociosa; “un lujo que no nos podemos permitir”, dicen quienes detienen el vuelo de las ideas, lo primero que se recorta con las tijeras podadoras de la cuenta de resultados.
Hace unos días, en el VIII Foro de Industrias Culturales organizado por las fundaciones Santillana y Alternativas, se presentó el informe El ejemplo francés. Cómo protege Francia la cultura, realizado por Jordi Baltà, donde, para empezar, se habla de mecanismos que funcionan como el “1% artístico”, que establece que dicho porcentaje del presupuesto de las obras públicas llevadas a cabo por el Estado o las administraciones locales y regionales debe dedicarse a proteger la creación. En la fundación del Ministerio de Cultura, en 1959, André Malraux escribió con su puño y letra que su objetivo principal consistía en: “Hacer accesibles las obras capitales de la humanidad, y en primer lugar de Francia, al mayor número posible de franceses; asegurar la audiencia más amplia posible a nuestro patrimonio cultural, y favorecer la creación de obras de arte y del pensamiento que lo enriquezcan”. Nuestros vecinos franceses han ido desarrollando –gobierno tras gobierno, sin importar su signo: Duhamel, Lang, Mitterrand, Chirac y en mucha menor medida Sarkozy y Hollande– las líneas maestras de una relación fértil, compensada y orgullosa que han exportado internacionalmente –aunque ahora, en aras de la glorificación global, también empiece a palidecer–. Sus ejes básicos son la voluntad de hacer llegar al mayor número posible de ciudadanos una oferta de calidad que compense los desequilibrios de orden socioeconómico y territorial, el desarrollo de una educación artística universal y la llamada “democracia cultural”, que reconoce la diversidad de sus expresiones, sin jerarquizarlas ni ponerles etiquetas como alta o popular.
El actual ministro de Cultura y varias cosas más, Íñigo Méndez de Vigo, proyecta una imagen que bascula entre la de hombre cabal y la de un dirigente sin proyecto, dejando claro el postergado lugar que la cultura ocupa entre las prioridades del Gobierno. Mientras se perpetua el 21% de IVA –ni que ir al cine o comprar libros fuera un mal vicio– y la ley de Mecenazgo sigue en el cuarto oscuro (¿no se exige que se haga volar la imaginación con dinero privado?), el estado cultural de la nación no sólo se arruga y agrieta sino que es tratado de capricho para minorías en lugar de considerarse un lujo democrático y universal.
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