Hay palabras que desnudan su complejidad a fuerza de repetirlas. Se dan importancia a sí mismas pero con el tiempo se van desinflando, pierden su lustre y se hacen cansinas. Me refiero, entre otros, a la entrada empoderamiento, actualizada por la RAE, que resume la toma de poder por parte de un individuo o grupo social que carecía de él, utilizada como eslabón en la lucha contra la discriminación. Hasta que llegó de fuera, empoderar significaba en español apropiarse de algo. Pero después de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín nos llenó la boca. Parecía una palabra efectiva, como si al invocarla cien mujeres fuesen a pasar a ocupar los primeros cargos de lo que fuera y dejaran de ser pobres –cuestión que sigue siendo el principal escollo para la igualdad porque la pobreza es mayoritariamente femenina–. “¿Es menos útil al mundo la mujer de limpiezas que ha criado a ocho niños que el abogado que ha hecho cien mil libras?”, se preguntaba Virginia Woolf en Una habitación propia, y daba por hecho que en cien años las mujeres habrían dejado de ser un sexo protegido, que la niñera repartiría carbón y la tendera conduciría una locomotora. Woolf no se equivocaba, aunque los ejemplos de la máquina de tren y el carbón hayan caducado, las mujeres siguen limpiando y criando.
Desde hace años venimos hablando de la feminización del mundo, de la prensa o incluso de la economía. ¿Qué significa? ¿Mayor empatía, dulzura, conexión o altruismo? ¿Educación de las emociones? ¿Función de los detalles? Cuando algunos hombres, el último Pablo Iglesias, hablan de la necesaria feminización de la política en términos de “cuidar del que se tiene al lado”, no hay duda de que sobrevuela y pervive el mito de la madre. Cuidadoras eternas que procuran el disfrute y la calma de todos, sin esperar nada a cambio, generosas y desinteresadas, profesionales que renuncian a ascensos para poder conciliar, hasta el punto de olvidarse de sí mismas. Pero, ¿no deberían moderarse esas cualidades, o en todo caso repartirlas entre ambos sexos?
Se dice que la verdadera igualdad llegará cuando existan tantas señoras inútiles como señores en los puestos de mando. Menudo precio. Prepotentes, competitivas, envidiosas, frías… haberlas haylas. En el choque de un género contra el otro prende una perversión propia de trileros, lejos aún de celebrar las diferencias como iguales. Fundéu, la Fundación del Español Urgente, acaba de recoger el término sororidad, que alude “a la relación de solidaridad entre mujeres”. De ahí que, en lugar de la raíz latina frater (hermano), tome como base su equivalente femenino: soror. El término de moda exalta la hermandad femenina, sin embargo, antes de que envejezca la palabra, deberíamos advertir que la adhesión, la colaboración y la camaradería no sólo son cuestiones de mujeres. Esa es la fatalidad. Y el anacronismo: que lo masculino y lo femenino jueguen en equipos contrarios.
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