Hace unas semanas, en la sala del Patronato del Museo Thyssen-Bornemisza, Carmen Cervera posaba frente a un retrato de su marido firmado por Macarrón. Justo un minuto antes del primer disparo se quitó discretamente dos pequeñas pinzas, mientras decía para sí misma: “Creo que así mejor”. Fue un gesto preciso y audaz, a la vez que una muestra de control: el volumen del peinado se mantenía pero el cabello quedaba suelto, flotando. No había peluqueros en la sala, ni falta que hacían, porque el verdadero dominio de la cabeza es un asunto que depende no tanto de los estilistas como de su propio portador.
Leo en un artículo de The New York Times que durante las comparecencias ante la prensa Donald Trump aparece siempre bien acicalado, y que al menos en una ocasión, a pocos centímetros de la oreja derecha, llevaba prendidos dos pasadores para conservar su melena bajo control. Su mata de pelo es una de las obsesiones del presidente electo: no se lo deja tocar por nadie que no conozca, y él mismo se aplica a diario una loción durante una hora mientras lee los periódicos o responde al correo con la cabeza rebozada con Head & Shoulders. Trump es un presidente rubio platino con estética y ética de millonario, que exhibe sus mansiones en Mar-a-Lago –todo tan pretencioso– y se entrega a la ingeniería capilar para dorar sus canas e insertarse tupés o postizos (algo que ha negado siempre). Excepto permitir a Jimmy Fallon despeinarle en prime time, ha mostrado un nivel de tolerancia cero a las bromas sobre su pelo. Están prohibidas.
En nuestra foto íntima llevamos el pelo corto, ondulado, el flequillo ladeado o las entradas recortadas. Casi nadie se autorrepresenta despeinado ni con el cabello mojado. La fuerza de la cabeza es simbólica e insistente. Algunos se pasan la vida buscando su peinado ideal, igual que si fuera un amor. Siempre hemos oído quejarse a nuestras madres de que llevan el pelo mal, de que la peluquera no les ha acertado el corte o el color; y los anglosajones denominan bad hair day a esos días en que salimos de casa con la melena espachurrada, indómita, borde o fosca, sabiendo que nada puede salir bien porque también está desmayado nuestro ánimo. Pero cuando el resultado es espectacular, no hay mayor revulsivo que el elogio. “¡Qué pelazo!”, nos dicen, y una almibarada satisfacción nos ronda en un sentir parecido al triunfo. Crecemos hacia arriba cuando halagan nuestra cabeza: lo atribuimos a los champús que prometen grosor y brillo o a habernos peinado con gracia. Pero, aun así, nos sigue resultando histriónico el abuso del aumentativo trumpiano, ese pelazo tan propio de alguien que dispensa una exagerada importancia a su cabello, metáfora de fuerza y seducción pero también revestimiento de todo aquello que no se tiene.
(La Vanguardia)
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