Deberíamos haberle hecho más caso –es lo que acostumbramos a decir cuando fallece alguien admirado– pero andábamos entretenidos con el Nobelón a Dylan, cuya noticia coincidió en fecha, el 13 de octubre, con la despedida en vivo de Leonard Cohen. Los cronistas que estuvieron en la presentación del último disco de Cohen, You want it darker, cuentan que le temblaban las manos, el cuerpo entero apuntalado por el bastón, generoso hasta el extremo de recitar un poema, y a pesar de la debilidad, elegante y gentil. Lo acompañaban sus hijos y su primer rabino. Los periódicos titularon bien grande su declaración de amor: “Me propongo vivir hasta los 120 años”, cuando él sabía que aquellas canciones, fieles a su voz ahumada, grietas de terciopelo, eran las últimas de su vida.
Escribía sir Thomas Browne que “pirámides, arcos, obeliscos no fueron más que las irregularidades de la vanagloria, y enormidades desenfrenadas de la magnanimidad antigua”. Hoy, en este mundo que entrega sus tesoros a la custodia de la nube, se lava una y otra vez la cara de la muerte con brillo, y da fe de la extinción de un mundo antiguo –aquel donde los calendarios colgaban en las cocinas, se esperaba pacientemente una semana para ver el siguiente capítulo de nuestra serie, y en la calle incluso había revueltas sindicalistas–. Acaso por ello, uno de los últimos fenómenos de la cultura mainstream consista en que cuando muere un ídolo se revisa su legado de forma apresurada, casi histérica, con homenajes forzados y virtuales (y los perfiles más activos se sienten con la obligación de dar su pésame, rendir tributo y contagiar sentimentalmente a la red, además de sumar seguidores). Se trata de un nuevo rito funerario, azucarado por la tecnología, que a la vez identifica a nuestro pasado, el mundo de ayer, el que evapora y se nos evapora, una señal inequívoca de que nos estamos haciendo viejos. “Nosotros, por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha quedado nada ni nada ha vuelto”, escribía Stefan Zweig en el prefacio de su espléndido El mundo de ayer.
David Bowie, Prince, Umberto Eco, Michel Tournier, Ettore Scola, Muhammad Ali, Johan Cruyff, Sonia Rykiel, Zaha Hadid… son algunos nombres, fallecidos este año, que forman parte de nuestra memoria no sólo musical, literaria o deportiva, sino de la más íntima. Con ellos creímos despejar algún kilómetro de abismo, nos abrieron el hambre de curiosidad y belleza, nos acompañaron en las horas del amor y en las del sofá, e incluso en las realidades paralelas: qué bien te ausentabas un rato del mundo con las canciones de Cohen. Pero lo que más palidece es que en estos adioses sentidos también nos despedimos de aquellos que fuimos.
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