Ni Clinton, ni Trump, ni Obama; si ha habido alguna estrella en esta campaña terminal que ha visto cómo se desataban todos los demonios de una sociedad que ya no se contenta con las mazorcas de maíz a la barbacoa ni los algodones de azúcar de Hollywood, ha sido Michelle. En un contexto más bien adverso y ante una clase media airada, ella ha querido conectar con la poca esperanza que le queda a esa América profunda con la que tanto nos gusta fantasear a los europeos que hilamos un cuento de moteles rosa y camionetas polvorientas gracias a Carson McCullers o Faulkner. Y también les ha sabido hablar a quienes miran con más odio que nunca al extranjero, creyendo que sus verdaderos problemas son las fronteras y los emigrantes. Cucharadas de amor frente al odio, se dijo Michelle, que ha conseguido lo inimaginable: que una pareja de negros se convierta en la familia ejemplar norteamericana derrochando esa cualidad tan áspera en la arena pública, la naturalidad.
“A pesar de ser lo suficientemente mayor para recordar a Eleanor y Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca –y a todas las parejas y familias que la han ocupado desde entonces–, nunca había visto tal equilibrio y responsabilidad parental compartida, tal amor, respeto y placer mutuo en la compañía del otro”, escribía la activista feminista Gloria Steinem en The New York Times, apelando a la importancia de “las familias verdaderamente democráticas” a fin de fortalecer la propia democracia.
Michelle ha vivido y ha dejado vivir. No ha metido la nariz en el despacho oval; se ha dedicado a saltar a la comba con los muchachos, a declararse madre en jefe y a cultivar un huerto promocionando hábitos alimentarios sanos para evitar tanto veneno en los comedores infantiles. También ha abrazado a veteranos y familias de militares, ha puesto en marcha un programa para sacar de su ensimismamiento a los estudiantes de secundaria y además ha bailado sin complejos en unos cuantos platós. Grande, con caderas afro, a ratos algo payasa, otras elegante, esfinge de diosa, ha hecho del humor su gran aliado, permaneciendo indemne, durante ocho años, al escrutinio constante del foco de la actualidad. Aunque algunos analistas la hayan catapultado como gran oradora, con más nervio popular que Barack, y dominio de la escena, esta brillante abogada de Princeton y Harvard ha trascendido también el modelo de mujer impuesto. Las primeras damas estadounidenses siempre han tenido mucho más influencia que las del resto del mundo. Las unas han actuado de consortes y relaciones públicas, las otras casi han querido gobernar. Michelle se ha limitado a ser ella misma. Hasta el extremo de que, durante la jornada electoral de ayer, muchos ciudadanos hubieran deseado votarle.
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