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Bolsillos cerrados

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Fue un invento sutil el del bolsillo aunque enormemente simbólico. Por un lado, ratificaba el ansia de una mayor ligereza sobre el cuerpo, y por otro, de autonomía al liberar al cuerpo de los fardos que hasta finales del XVI se ataban en la cintura. Aquellas pequeñas sacas de tela anudadas con lazos y cordones fueron sustituidas por la bolsa frontal de los calzones, pero el abultado tamaño que adquiría resultaba embarazoso, de forma que la audacia humana abrió una ranura en los ropajes. Un siglo más tarde, las capas y los abrigos ya llevaban bolsillos, primero en los bajos y después a la altura de las caderas, aunque los de ellos siempre eran más voluminosos. La vestimenta occidental fue dinamitando los caprichos cortesanos y en 1885 se impuso el traje masculino de un solo color y de la misma tela, tres piezas que al menos sumaban una decena de bolsillos, inimaginables en las ropas femeninas. “Existe una supremacía en la ropa de los hombres: su adaptación a los bolsillos”, denunciaba en 1905 Charlotte P. Gilman, para el The New York Times.

Así era, las mujeres continuaron dependiendo de un bolso, a fin de no engrosar su silueta con promontorios en caderas o pecho. Dior avisó: “Los hombres tienen bolsillos para mantener las cosas en su sitio, las mujeres, para la decoración”. Aquello enfureció a varias defensoras de los bolsillos de las sufragistas: ¿por qué los trajes de ellos tienen que ser útiles, con sus grandes bolsillos, mientras que los de ellas sólo han sido diseñados para ser bellos?

Leo en la revista Racked un análisis de lo que supone la permanencia de ranuras apenas decorativas en faldas y vestidos. Y de cómo Hillary Clinton, en sus discursos de candidata a la presidencia, luce vestidos con las costuras cerradas, sin llevar nada encima. Únicamente solapas de postín, falsos bolsillos cerrados. “Los bolsillos para las mujeres son por si acaso: un papel, un billete, un pañuelito, una llave sin llavero, un secreto. No están hechos para llevar peso ni bulto, como los hombres. Son para emergencias o como mucho para meter en ellos las manos en plan chulo”, me dicta mi amiga Silvia Alexandrowitch, una de las firmas más brillantes del periodismo de moda. Silvia me confesó en una ocasión que incluso llevaba el bolso encima para moverse por la casa. Una cuestión práctica; “ya no voy a ninguna parte sin él”. Porque en un bolso se cristaliza la ilusión de juntar todo lo importante, o su representación. A veces es un gran bazar que contiene lo inimaginable, otras es un resumen de la huella cotidiana.

Lejos de sentirnos menos livianas, muchas agradecemos evitar la frialdad de la calderilla sobre el muslo, o de andar con la carga de resignados varones que acumulan los rastros de su existencia sobre sus piernas; preferimos colgarla del brazo. De nada envidio esos bolsillos llenos a reventar que de vez en cuando se vuelcan y desparraman las huellas del día en la medianoche del cuarto.

(La Vanguardia)

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