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¡Vamos!

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Los Juegos de Río se fueron colando por las rendijas de un agosto asfixiante y políticamente desmotivador como ­excusa para escapar a una irrealidad en la que sentirse a salvo. En los apartamentos de verano nos decíamos: “Voy a ver la gimnasia” –o el waterpolo, o el piragüismo–, disfrutando del efecto narcótico que producen las gestas deportivas frente al televisor; alguna cabezada, el sueño tonto de las horas desocupadas, y después un renacer contagioso al desbordarse la emoción y dar por concluido el esfuerzo por el cual aquellos deportistas habían entregado media vida o vida entera.

Las exhibiciones olímpicas contienen una suma de prolongados silencios rotos por los jadeos de los deportistas y por el firme laconismo de los jueces. Dominan las miradas de autoconfianza de los atletas, como si se vieran el hígado y el corazón antes de saltar la valla, de volar, de doblarse, articulándose hasta el infinito. La voz del comentarista, chisporroteando felicidad igual que si se le casara la hija, envuelve la contienda. ¡Qué euforia, cuántos vivas hasta culminar en una afonía sudada como las camisetas de los artistas! Porque en verdad lo son, criaturas que parecen de otro mundo. Que han sorteado límites de velocidad, de precisión, de inteligencia. En gimnasia o salto aprendes que el principio y el fin de un buen ejercicio consiste en clavarse con firmeza y exactitud. Alcanzar la perfección en la vida también debe ser eso: saber clavarse a tiempo, bendita simetría.

En esas tardes televisivas me fijé en como muchos competidores hablan ­solos, se jalean y se dan instrucciones a sí mismos. Se dicen “¡vamos!” para mantener la concentración, el ánimo, y “¡joder!” al conseguirlo. Ahí estaba el iron man de Lleida, Saúl Craviotto, reac­tivando las mesuras de Michelangelo y llorando con el himno; también la ­quijotesca Mireia Belmonte, que cul­minó su gesta con dos eufóricos puñe­tazos al agua, con autoridad y contundencia. En el podio, se emocionan no tanto por la melodía, ni la bandera ni la medalla al cuello, sino porque los está viendo la abuela en casa, porque alguien creyó en ellos.

Bellos, sonrientes, fuertes, de qué ­manera dominaba la dulzura en Río, donde hoy se inauguran los Juegos Paralím­picos: 4.300 deportistas que demostrarán cómo la mayoría de los límites son mentales. Y a pesar de tener menos share que los Olímpicos a secas, de llegar con la rentrée en un país revuelto y con las arcas vacías, de ausencias como la del icónico y convicto Pistorius y aun con sólo la mitad de las entradas vendidas, el sabor de la derrota y de la victoria igualará a todos aquellos que han transformado la incapacidad en capacidad obstinada y gloriosa.

(La Vanguardia)

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