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Absolutamente moderna

Patti-Smith-007

Patti Smith puede hacer lo que sea por una taza de buen café, incluso viajar a Veracruz en busca de los granos que le recomendara William Burroughs. Adora perderse en cafés íntimos, donde se sienta a repasar su cosmogonía mental bajo la premisa de que la imaginación puede llevar a cualquier parte, no tiene fronteras ni límites. Libre. Como su mítico álbum debut, Horses, que ahora cumple 40 años. Superviviente de toda una generación que no pudo sobreponerse a sus utopías, Smith supo recogerse, enarboló su propia teología y se puso a rezar, exaltó el arte más elevado, crió a sus hijos, y nunca dejó de componer ni de susurrar versos filtrados por la luz.

Smith es un mito que no envejece. Sigue despeinada a conciencia, igual que en los años 70 cuando posaba en ese hotel que tanto la enamoraba por su densidad: el Chelsea. “Era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. (…) Muchos habían escrito, conversado y sufrido en las habitaciones de aquella casa victoriana. Muchas faldas habían lamido aquellas desgastadas escaleras de mármol”, escribe en su primer y celebrado volumen de memorias Éramos unos niños (Lumen), en las que desgrana su despertar en las artes y la vida de la mano de su íntimo, el fotógrafo Robert Mapplethorpe.

Ella no nació realmente el penúltimo día de diciembre de 1946, sino el día que robó las Iluminaciones de Rimbaud en una librería de su barrio. Siempre ha sido su máxima inspiración. ¿Cómo no iba a ser una poeta libertaria siguiendo los pasos del “primer punk rock kid”, como lo definió en la inauguración de una exposición monográfica en Madrid hace ya casi una década? Los amores adolescentes nunca se olvidan, y ella ha confesado que se enamoró del rostro ensoñado del poeta y de sus versos rabiosos con sólo 16 años. Igual que él, dejó su ciudad y una vida odiosa –había empezado a trabajar en una fábrica tras acabar el instituto debido a los problemas económicos de su familia– con 20 años para buscar su arte en la gran manzana. En su maleta llevaba vaqueros, los discos de Dylan y los versos de Rimbaud. Su particular Verlaine fue un joven hermoso y sensible, Robert Mapplethorpe, quien se convirtió en compañero, amante, cicerone y pigmalión entre la creatividad, la ternura y la tormenta. Él financió su primera maqueta. La que Lou Reed –al que la canción le puso los pelos de punta– le puso a Clive Davis, presidente del sello Arista, que la contrató inmediatamente. Así se convertiría en la primera artista surgida de la new wave que firmó un contrato con un sello grande. En un momento en el que el rock buscaba cantantes sexis, ella, con su aspecto andrógino y su luto riguroso, con sus letras líricas, su ruido y su furia, iba a romper todos los esquemas y fórmulas. Ahora que se cumplen cuatro décadas de aquel imprescindible Horses, lo recupera en directo y visita Madrid, donde actuará en las Noches del Botánico. Acaba de salir su segundo libro de memorias, M train, cincelado por su prosa preciosista que oscila entre el ensueño y la realidad trazando un paisaje de aspiraciones e inspiraciones creativas –de la Casa Azul de Frida Kahlo en Coyoacán a las tumbas de sus admirados Genet, Plath, Rimbaud y Mishima–. Te atrapa como una tela de araña. Ella misma lo ha explicado: “Es lo que sentí. Simplemente me subí en un tren y emprendí la marcha”. Eso sí, tomó la precisa distancia entre la oscuridad y la luz. Patti Smith es una buscadora del lenguaje de los dioses menores que protegen el verdadero arte.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. La androginia siempre es moderna, por ser clásica. Es el raro forcejeo de contrarios: entre el desgarro punk y exaltación vital rock.
    Patti Smith se dejó iluminar por Rimbaud. Y, al hacerlo, el destello sólo vino a delatar la certeza de su propia oscuridad.

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