Produjo un vicio complaciente el admirar a esas dos mujeres fuertes y encantadoras, Thelma y Louise, paladear su vehemencia, fraternidad y empatía, incluso en el dolor. Se erigieron en dos heroínas comparables al más bravo de los machos en busca de adrenalina, hasta el extremo de ser enaltecidas –no tanto las actrices como sus personajes– y reventar las taquillas (más de 45 millones de dólares solo en EE.UU.). Cuántas veces, al contemplar a una pareja de mujeres con gafas de sol y al volante, hemos dicho: “Parecéis Thelma & Louise”. El ansia de libertad que exhalan deja en segundo plano su final, una feliz tragedia.
En ese Cannes tan glamuroso y controvertido se acaba de celebrarse el 25.º aniversario del film. El premio Women in Motion reunió a Susan Sarandon –actriz todoterreno que igual arremete contra Woody Allen que declara su deseo de rodar porno femenino– y Geena Davis, estandarte de una feminidad de mejillas sonrosadas y labios carnosos. Juntas celebraron la mitificación de un film que aúna victoria y derrota con exaltación whitmaniana y que le valió un Oscar a su guionista, Callie Khouri, el primero obtenido por una mujer en solitario. La crítica saludó la versión femenina de un género fundamental en el cine norteamericano como las road movies, películas de compañerismo y fuga, de almas inconformistas que resoplan contra lo establecido. Buena parte de las feministas valoraron que Thelma & Louise alcanzaran lo que los existencialistas llamaron trascendencia: “Habiendo experimentado lo que supone tomar sus propias decisiones, no están dispuestas a renunciar a esa libertad. Una decisión extraordinaria que ennoblece a Thelma y Louise, los personajes y la película”, sentenció Linda López McAlister, en Feminist Film Reviews.
A pesar de que sus protagonistas acaben despeñándose voluntariamente por el Gran Cañón, no cabe entender la cinta como apología del suicidio. Pero ahí está el vértigo tan liberador como autodestructivo. La determinación de no volver atrás. Una decisión que nos remite al club de las escritoras suicidas que prefirieron abandonar en lugar de aflojar. O cuya locura fue mortal. En 1941, Virginia Woolf se llenó los bolsillos de su abrigo de piedras de todos los tamaños, rumbo hacia el río Ose. Le dejó una carta a su marido, Leonard. “No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”. Ella oía voces y no quería sufrir más. En 1963 Alfonsina Storni se dejó llevar por las aguas de un mar embravecido; en su último poema había escrito: “Si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, que he salido”. Se trataba de un dolor difícil de sobrellevar: el ánimo negro, los neurotransmisores en fuga, un pesar por ser criaturas atravesadas de melancolía y abismo. Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik antes de tomarse un frasco de barbitúricos: “Sucede que oigo que la noche llora en mis huesos”.
Sarandon aprovechó ese Cannes misógino donde las prostitutas de lujo tienen la agenda llena y las mujeres siguen siendo minoría en las películas –en Hollywood nueve de cada diez estrenos han sido realizados por hombres– para arremeter contra la industria del cine: “Hoy no se hubiera filmado esta película”, dijo. Robin Wright ha conseguido equiparar su salario con el de Kevin Spacey en House of cards peleando. No ocurre con la mayoría, actrices que viven en precariedad, sin voz ni papeles y que no pueden permitirse mostrar sus pies ennegrecidos sobre la alfombra roja de La Croisette como hicieron Julia Roberts y Kristen Stewart. Los tacones se erigieron en símbolo de opresión en un momento muy Thelma & Louise. Aunque puede que sea mucho más eficaz y elegante no bajarse de ellos: basta con encontrar tu horma.
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