Ellos, los fundamentalistas, también lo hacen, aunque tomando precauciones: se casan con una prostituta o una virgen durante una noche, lo justo para follarla sin tener mala conciencia. Una vez satisfechos, se divorcian al instante para regresar a su disfraz de guardianes de la fe, encantadores padres de familia. No se fían ni de su sombra. Doctos en vicios y placeres, más de uno ha sodomizado con disimulo a su primo a fin de aliviar la tensión sexual. Algunos de los autores materiales de los hechos perseguían a rubias europeas, reventaban máquinas de juego, robaban carteras en las saunas gay y bebían cerveza de la mañana a la noche. Hasta que se convirtieron. Nadie les había llamado para una misión histórica que les hiciera sentir auténticos elegidos entre la chusma de un barrio con el objetivo de llevar adelante una misión propia del más cruento videojuego: destruir de forma real y simbólica un pedazo de Occidente.
Ese recuadro elegido en el mapa fueron los distritos 10 y 11 de París. República, Bastille, el bulevar Bon Marché con sus terrazas vintage y sus tiendas cool, como Merci. Es el barrio bohemio y chic del nuevo parisien, plagado de jóvenes en bicicleta, restaurantes veganos, cartas de cervezas artesanas, jugos de hierbas o smoothies color pistacho. Unos les llaman bohos –bohemian chic, aunque la etiqueta sea más siglo XX–, otros, hipsters o yuccies (la evolución lógica de los yuppies).
A diferencia de la mentalidad años noventa, basada en una abultada cuenta corriente y una vida trepidante para masticar la ansiedad, su meta consiste en ser moderadamente felices. Son hijos del confort suburbano, criados bajo la urgencia de que sólo con la educación podrán perseguir sus sueños, y aun así tendrán que inventarse un trabajo.
Estrenaron su mayoría de edad con el nuevo milenio, alimentados por la incertidumbre de un futuro que parecía lejano y borroso. En la treintena han osado renunciar a una nómina y un sueldo mensual, a fin de evitar conflictos. Pasan página en la pantalla, empujados por la idea de que siempre puede encontrarse algo mejor. La tecnología es una prótesis más de su cuerpo. Pero la vida real poco tiene que ver con la foto del Tinder.
La banalización del mal, acuñada por Hannah Arendt observando a Eichmann rascarse la nariz igual que un don nadie durante su juicio en Jerusalén, sigue acechando a la humanidad. Los asesinos, macarras desquiciados, atentaron contra la vida alegre, la vie en rose, el hedonismo de un viernes por la noche con sus ensaladas de quinoa y su camembert en las terrazas del canal Saint-Martin. Dispararon contra los cigarrillos parisinos, tan slims, las perfecto de cuero, los tres besos en la mejilla, el rocanrol puro y chulesco. Pero sobre todo asesinaron simbólicamente un estilo de vida: el de la fraternidad y la alegría, las calles bulliciosas, las manos enlazadas, la cintura ondulante, la minifalda Courrèges y el perfume Guerlain. Por encima de todo, se trata de una afrenta al laicismo, que, más que nunca, pone de manifiesto la necesidad de acogerse a principios éticos universales. Porque hoy, más allá de nuestra edad, procedencia o credo, todos formamos parte de la Generación Bataclan.
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