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Sala de musculación global

La moda vuelve a triunfar con un tramposo fuera de juego. Saca de contexto al chándal –esto no es nuevo–, y disfraza a los hombres de macarras de gimnasio con una contundencia asombrosa. Y nada menos que auspiciado (eso sí es nuevo) por las exquisitas multinacionales del lujo: LVMH o Kering. De las souvenir jackets de Louis Vuitton, que rememoran los chalecos de aquellos veteranos de Vietnam sacudidos por el estrés post traumático de la guerra, a los joggings flojos de entrepierna con los que los modelos de Haider Ackerman, Bottega Veneta y Prada piensan ir a la oficina la próxima primavera, las nuevas colecciones suscriben un estilo de vida que convierte el culto al cuerpo en epicentro y reflejan un estilo de hombre que solo se halla en los extremos. Pero la trampa radica en que en verdad no hay descontextualización porque ya hace tiempo que el mundo se convirtió en una gran sala de musculación.

El chándal es una expresión congénita de derrota. Nadie lo ha explicado mejor que el gigante Lagerfeld: “pierdes el control de tu vida, y te compras un chándal”. ¿Qué mejor compañía existe para vestir el abandono y la laxitud, la agenda en blanco, los castillos en el aire o la ilusión holgazana? Pero su chonismo ha sido neutralizado, y hoy la pasarela lo encumbra en una deriva atlética a la vez que indolente. Es el uniforme en penales, la ropa preferida de parados, amas de casa o taxistas, pero lo lucen también Zuckerberg o Cristiano, Kanye West, Rihanna, Fidel Castro, Belén Esteban, Victoria Beckham y la familia Kardashian, que nació para llevarlo dos tallas menos en versión Swarovski.

El popular dos piezas ha experimentado un recorrido inaudito, como pocas prendas del armario: del ejercicio jadeante y la vida al aire libre pasó a apoltronarse en el sofá tan holgado como la expresión “de andar por casa”. Ahí está el símbolico chándal de la Pantoja bajo un abrigo de visón hasta los pies, o el que cantaba Martirio, logrando que nuestra imaginación rompiera techos: “con mi chándal y mis tacones, arreglá pero informal”. ¿Y qué decir de que el icónico atuendo de terciopelo rojo de París Hilton para ir de compras por Rodeo Drive se haya expuesto en el Victoria & Albert como resumen del pop líquido de primeros de siglo? The simple life, se titulaba el reality en el que Paris Hilton y Nicole Richie mostraron su intimidad de niñas malas que sacan a pasear a los perritos.

En la gran sala de musculación global, los hombres se dividen entre cachas y fofos. Los primeros lucen pintas chulescas que ahora glorifica la pasarela; y es que en verdad resulta la única manera de lucir impúdicamente unos abdominales dignos del David de Miguel Ángel (que solo alcanzan a mantener aquellos que padecen una determinada patología y se pasan cinco días a la semana comiendo muslo de pollo). Por eso quieren transmitir suavidad exterior. Tejidos histriónicamente nobles: sedas negras y brillantes, rasos, algodón americano para los millennials que, lo mismo mascan chicle que comen con palillos, nada les debe apretar. Lo más acuciante del asunto, no es tanto que se encumbre la fealdad, ni el juego caprichoso del diseñador con el prototipo de machirulo hetero o chulazo gay, sino la desinhibición de una masculinidad que ya ha explotado por las costuras. “Una bravuconatta” se enfadaba Armani hace algunos años cuando empezaron a salir con los primeros slips y cadenas: una ridiculización del hombre ya que, según él; “la pasarela no es un circo”.

Pero la moda es un reflejo de una demanda latente, un deseo por venir, y por ello es complejo resolver esa atracción fatal de los hombres -¿o es de los diseñadores? por el look de presidio.

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Publicado en Artículos

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