Llevamos un mes de precampaña, y ahora que ya han pegado los carteles se reclama un debate de altura, dejando atrás pantomimas y cojines entre las piernas –como hizo Pedro Sánchez con Bertín Osborne, esa nueva Oprah de la televisión pública–. El otro día se encontraron en el Congreso de los Diputados Celia Villalobos, vicepresidenta primera de la Cámara, y el candidato Pablo Iglesias. En un rifirrafe tenso y a micrófono abierto, la gata vieja fulminó el intento de sarcasmo del joven líder, que arremetía contra ella casi rozándole la barbilla para acusarla de pertenecer a un partido corrupto. Villalobos le dio una anticipada y condescendiente bienvenida, deseando poder tomar “muchos cafés” con Iglesias en el bar del hemiciclo para discutir cuando se estrene como diputado. “¿Con esos gin-tonics a dos euros? Igual prefiero tomármelo fuera”, contraatacó el candidato. “Aquí no tomamos gin-tonic, tomamos café”, zanjó la política del PP.
Hoy vivimos dosis bajas de sarcasmo fino, bien alejado de aquello que Wilde describía como “la forma más baja de humor pero la más alta expresión de ingenio”. Así lo escenificaba Marc Twain: “No me gustan los elogios, siempre se quedan cortos” (dejando en evidencia a los serviles y aduladores). Si bien los gurús de la inteligencia emocional recomiendan eliminarlo de la oficina o de la vida en pareja, y abundan aquellos a quienes se les pasan las ironías por alto –por la patosidad del emisor o por la suya propia–, muchos son quienes lo defienden como un ejercicio creativo. Porque para manejar bien el sarcasmo, el cinismo y la ironía, hay que saber exponer contradicciones y combatirlas con humor y brillantez, no a base de estos chascarrillos que, desafortunadamente, se han convertido en tendencia.
Me parecio muy interesante