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Vocación salvaje

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Javier Gomá tiene dos escritorios. Uno en el despacho del director de la Fundación Juan March, en madrid: la proa del arquitecto Picardo, una curva domada por tres ventanales que se asoman a las embajadas de Luxemburgo e Irlanda y se cruzan con la verticalidad de la columna. La mesa tiene el mismo largo que su dueño cuando se reclina en la silla: ciento ochenta y tres centímetros. El otro ocupa un rincón del dormitorio conyugal, y a él no accederemos por mandato de su sensata esposa. Cuenta que es tan simple como una tabla con dos caballetes.

Porque Javier Gomá, el pensador de la ejemplaridad; el que defiende la filosofía “como literatura conceptual”, un género literario más; el filósofo mundano decididamente dialéctico; el estilista que junta palabras con finura, se concentra en cualquier lugar. “Escribo con la tele puesta, con los niños jugando… y me bloqueo cuando estoy solo. La vez que mi mujer ha dicho: ‘Salimos y te dejamos trabajar tranquilo’, me he sentido triste y miserable, abandonado. Necesito el roce de la oveja”.

Antes de casarse no fue capaz de publicar una sola línea. No estaba orgánicamente maduro. Hasta que le fue creciendo un apetito voluptuoso por la normalidad: “Por la doble especialización del oficio y del corazón. Encontrar a una persona para fundar una casa, y un oficio con el que ganarme la vida”. Estudió Clásicas para aclararse. Fue número uno de su promoción para el cuerpo de Letrados del Consejo de Estado.

Teresa era su vecina en El Escorial. “Qué alboroto cuando llegaron: eran cuatro hermanas guapísimas, parecían sacadas de una novela de Jane Austen. Nos conocimos hablando a través de la valla”.

Su tetralogía se inicia así: “Dedicado a Teresa Arsuaga, mi buena suerte”.

Utiliza un modelo de teléfono anticuado, un ordenador HP y rotuladores Pilot; bebe coca-cola –“el camarero se empeña en traérmela light, sin preguntarme”. En la March aún hay clases: ujier, secretaria impecable, camarero y cocina. Lleva un cuaderno con palabras que legustan, no utiliza emoticones, y le tiene manía a estos términos: incidir, reto, aval, hoja de ruta, línea roja o poner en valor. Hasta le tiembla el labio superior al pronunciarlos. Piensa que el verdadero literato tiene que sentir finura por las palabras,los sonidos, los aromas y las atmósferas.

Su infancia fue dichosa, pero pasó sin relieve. La literatura lo electrocutó en la adolescencia. ¡Y de qué manera! Le costó años domesticarla. “Era otoño de 1980. Me lo expliqué como el origen de una violenta vocación”. ¿Violenta? “Sí, cuando notas que todos los rasgos de tu personalidad –emocionales, intelectuales, incluso te diría que somáticos– se movilizan en una dirección, y te sientes absolutamente secuestrado por una intuición. La vocación es algo elástico que ocupa todo el espacio disponible”. Mucho se ha preguntado por qué ha dedicado las mejores horas del día, los mejores días del año, a hacer lo que nadie le había pedido: “por vocación literaria”, ratifica. “La única manera de perdurar en este mundo es la perfección. Todo mi anhelo es hacer una obra digna de perdurar para resistir el efecto de lo etéreo, no por la gloria personal”.

Un párrafo al día, uno solo, esa es la medida que se exige cuando está escribiendo. Vive con la tranquilidad de haber terminado su Tetralogía de la ejemplaridad antes de los cincuenta. A veces llora, como cuando ve en televisión carreras de relevos; en ese justo momento en que los atletas se pasan el testigo, ejemplarmente, el estómago en la boca.

(Cultura|s / La Vanguardia)

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