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Bolsos y cacos

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Salimos de cenar y bajamos por el paseo de Gràcia con el apretado convencimiento de que hay lunas de escaparates que de noche lucen mejor. En la entrada de la boutique Chanel, bajo el soportal, permanecía atrincherado un guarda de seguridad con gorra y barba rala acompañado de un gran perro con bozal. Nos preguntamos cuál podía ser la razón por la que uno de los templos del lujo hubiera customizado ferozmente su entrada como nunca se ha visto en Nueva York ni en París, y retrocedimos. Bien sé yo que no hay que guardarse las preguntas aunque se queden sin respuesta. El perro no ladra, el guarda sí: “No le voy a responder por qué estoy aquí, señora”. Los porteros del Majestic, magníficos y eficaces, nos cuentan el verdadero motivo: hace unos meses hubo un alunizaje en el que reventaron los cristales del escaparate para llevarse la colección de bolsos acolchados.

Hace treinta años, los joyeros tenían un revólver en el cajón. El suyo era un oficio temerario hasta que empezaron a descargar su alma en profesionales mejor armados que ellos. La joya era sinónimo de oro al peso, de botín en la reventa. Nada que ver con la manera en que hoy se entiende el lujo: no importa tanto el material como el logo, ni el objeto como el aura que inviste a su portador. El lujo, como fórmula de autoafirmación mediante el goce, ha expandido sus tentáculos. Sus efectos crean un sentimiento de seguridad a su portador como si perteneciera a un club privado. Desde que estalló la crisis, en la pasarela se han prodigado los dorados y los strass en una especie de acto de resistencia. Lejos de someterse a una sobriedad aséptica, lo deslumbrante ha ocupado el foco entendiendo la moda no sólo como una posición hedonista, sino como antidepresivo.

caso por ello se multiplican los ladrones de guante fino especializados en el lujo. En Versace –hace una semana, la noche antes de su inauguración en Madrid–, en Louis Vuitton, en el taller de Lorenzo Caprile: boutiques y ateliers sofisticados que se descomponen al amanecer con sus maniquíes inusitadamente desnudos. Esos botines sofisticados se liquidan en mercados negros que parecen blancos. Me cuentan que en Rumanía nunca se habían casado tantas novias con trajes Made in Spain ni novios de Dolce & Gabbana. En la Diagonal, a media tarde, un italiano saluda a un conductor que aparca: “Te conozco. ¿No te acuerdas de mí? ¿Verdad que eres médico?”. El hombre asiente y busca un relámpago de memoria que lo identifique. “Ven –le dice atrayéndolo hasta su maletero–. Mira: un abrigo de Armani, y un traje, te los regalo porque me caes bien… Y un bolso Vuitton para tu mujer. Dame lo que quieras para comprarle un perfume a la mía”. El médico sale corriendo. No se trata de robar para comer, ni siquiera para enriquecerse: pura gula que demuestra hasta qué extremos el lujo corrompe.

(La Vanguardia)

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