Muchos más años, digamos que hasta hace cuatro días, me costó comprender el suicidio de Sylvia Plath, o mejor dicho, aceptar la oscuridad que invade la mente. Me preguntaba cómo una mujer preciosa y con estilo, una escritora enorme, madre de dos hijos pequeños podía ser capaz de auto aniquilarse. Las crónicas cuentan que el 11 de febrero de 1963, en el barrio londinense de Primrose Hill –en la misma casa donde había vivido W.B. Yeats–, Sylvia se levantó de madrugada, como siempre –solía escribir sus poemas muy temprano–, preparó el desayuno para sus hijos, Frieda y Nicholas, de tres y un años (una bandeja con pan, mantequilla y leche), se encerró en la cocina sellando los resquicios de la puerta con toallas y metió la cabeza en el horno. Tenía treinta años. Y lo mejor de su poesía aún no había sido publicado.
Dos años después, en 1965, vería la luz su obra póstuma, Ariel, uno de los más grandes libros de poesía la segunda mitad del siglo XX. Pero lamentablemente a Plath se la conoce más por ser una bella e ilustre suicida que por sus versos soberbios: “La perfección es terrible: no puede tener hijos. Fría como el aliento de la nieve, tapona la matriz”. Este año, y de momento sin revival alguno, se celebran cincuenta años de su publicación, pulido y censurado por Ted Hughes, su exmarido, que consumió su vida intentando descifrar los porqués del final una relación de la que ella contaría sus inicios, cuando él la besó violentamente en la boca y ella le mordió fuerte la mejilla hasta que brotó la sangre.
Plath fue una heroína trágica –“mi gran tragedia es haber nacido mujer”– destruida por un mundo con el que no se entendió, acaso por la obsesión de colorear de pequeña sin salirse de la raya, aunque también por la inseguridad, el frío de la enfermedad, los tranquilizantes a los 19 años. No excluyó su fijación con la muerte: “Morir es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien. Tan bien, que parece un infierno. Tan bien que parece de verdad. Supongo que cabría hablar de vocación”. Ya es hora que su enormidad como poeta transcienda al malditismo.
¡Por fin! / Jennifer Aniston
A pesar de tener “el mejor pelo de América” y de ser una de las actrices más taquilleras, Aniston arrastraba el gafe desde su traumática separación de Brad Pitt. Un maleficio que, tal y como anunció el mismo día de su boda con Justin Theroux, se romperá la próxima primavera, cuando nazcan sus gemelas Viola y Ava. Una feliz combinación de liberación y ciencia, después de largos años en que los periodistas indagaban acerca de su no maternidad como si fuera una autocondena.
Contra la intemperie / Ricardo Piglia
Ricardo Piglia es un exquisito tanto como lector –fan de Faulkner, Kafka o Musil– como escritor: accesible y a la vez riguroso, intelectual pero accesible, fascinante y original. Por estos méritos, el autor de Respiración artificial ha merecido el premio Formentor –en cuya nómina se encuentran nombres de la talla de Beckett o Saul Bellow–. Piglia, aquejado de ELA, no podrá recogerlo y ha delegado en su editor Jorge Herralde. Bajo el mítico pino, una cadena de afectos a sus pies.
‘Like a rolling stone’ / David Cameron
Ya tenemos el Piggate: no todos los días se desayuna con la noticia de que un primer ministro conservador y oxfordiano, un líder global, introdujo sus partes íntimas en la boca de un cerdo muerto en no sé qué ceremonia de iniciación. Pero entre las revelaciones del vengativo lord Ashcroft, exvicepresidente de los tories, hay material aún más explosivo como las fiestas, ya en el cargo, entre evasores de impuestos y cocaína en bandejas de plata.
que a través de sus emociones y sentimientos en los cuales surgió pudo plasmar la creatividad literaria que la hizo sobre salir como una mujer in-portante ya que a que a ese libro se celebran 50 años por su lanzamiento