Hoy, la devaluación de la palabra turista es radical. Los capitalinos, y en especial los barceloneses, se sienten invadidos por la horda que ha tomado las calles, los monumentos y las tiendas de lujo. Los hay obedientes, ensimismados en su propósito de certificar que han estado allí, en uno de los lugares del mundo que creen que deben pisar al menos una vez antes de morirse. También los hay molestos, incívicos, altivos, vocingleros, como esas concentraciones de chinos que parecen andar en manifestación y hablan a grito limpio; o esos anglosajones en huelga de lavado de camiseta. Por supuesto, también están los turistas con palo de selfie que le da en la espalda al paisaje, aunque rocen el precipicio. Tengo un amigo que se niega a participar en visitas con guía. No es sólo por estética, sino por fobia. Hace poco fue a Perú con su mujer y él, en vez de visitar Machu Picchu, se quedó en el hotel. Ella hizo el recorrido con un guía y se lo aprendió. Al día siguiente se plantaron los dos en la Puerta del Inca, vestidos de ciudad, para que nadie les confundiera con dos turistas. Y hay más como ellos, como usted: visitantes que, al llegar a destino, lo primero que hacen es buscar un restaurante que no sea “para turistas”.
La primera medida de la nueva alcaldesa de Barcelona respecto al turismo ha cerrado un grifo de muchos millones de euros. Asegura que el objetivo final es “hacer una foto fija” del sector en la ciudad y para ello paraliza las licencias de unos cuantos hoteles de lujo como el Hyatt, el Four Seasons, el Marriott o el Hilton. No estamos hablando del turismo que arranca papeleras, sino del que se deja querer por comerciantes, chefs y conserjes, y que equivale a un 14% del PIB de la ciudad. Acaso me pierda la paradoja: ¿por qué una foto fija del turismo barcelonés se empieza con una pose, penalizando a las cadenas hoteleras de lujo?
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