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El reposacabezas

Los aviones huelen. El mismo olor en British Airways que en Air Caribbean. El tejido de los asientos, los plásticos de las mesas, la moqueta, puede que incluso usen el mismo detergente. Cuando empecé a volar, me preguntaba por qué colocaban esa celulosa en el asiento, a modo de reposacabezas. Las cabezas también huelen. A almohada usada, a tabaco, a aloe vera o a ese extraño olor del sudor impregnado en el cabello. Los divanes de los psicoanalistas se parecen a los asientos del avión porque también tienen un tapete. No son de usar y tirar, como los de las compañías aéreas; creo que no los cambian entre un paciente y otro. Desde que vi un mechón de pelo negro en mi tapete de un puente aéreo, siempre miro antes de sentarme. Ignoro si los psicoanalistas los cambian a diario, cuántas sesiones aguantan para que no parezcan un trapo de cocina. En una ocasión, al tumbarme en un diván, sentí el olor de la cabeza de otro. Aquello me produjo una enorme inquietud, porque imaginé las palabras que habrían salido de allí, media hora antes, y empecé a temer que si su olor se mezclaba con el mío, eso significara que también se mezclaban nuestros problemas. Que el duelo por la muerte de mi padre se pudiera cruzar con el suyo. Al cabo de unos meses consideré la posibilidad de aguardar bajo el portal, una hora antes, para descubrir quién era el portador de aquel olor. Por él ya sabía que era hombre y no mujer, de edad avanzada. Lo imaginaba canoso y austero, nada que ver con esos hombres que por la mañana se rocían con un frasco de Gotas de Oro. Me pareció inmoral espiarlo, pero me agradaba convivir con aquel pensamiento. Hasta que cambié el día de visita, para liberarme de aquel olor a cabeza.

El avión salió con dos horas de retraso; tuve tiempo de comprarme un sobre de lonchas de jamón por si el almuerzo a bordo resultaba indigesto. Las líneas aéreas, tan multiplicadas, han anunciado su preocupación por el descenso de pasaje. Tienen más vuelos que nunca pero no los llenan. No es de extrañar, la gente no quiere ser despreciada como un paquete. De aquella idea romántica del viaje apenas queda nada, tal vez un plácido dormitar porque nadie puede llamarte al teléfono. Cuando faltaba poco para aterrizar, he leído las palabras que escribió Stendhal cuando un día de 1817 visitó la iglesia de la Santa Croce, donde se encuentran las tumbas de Miguel Ángel o de Galileo. Salió estremecido ante la contemplación de la belleza. «Al dejar Santa Croce se aceleraron los latidos de mi corazón; sentía que perdía la vida, al caminar tenía miedo de desplomarme». Los psiquiatras reconocieron este trastorno, lo denominaron síndrome de Stendhal y consideraron que los detonantes de tal estallido de pasión pueden ser una personalidad impresionable, el estrés del viaje o el descubrimiento de un lugar donde se siente el peso de la historia. El látigo de la belleza te permite adquirir percepciones a las que difícilmente podrías acceder de otro modo. Es un ansia. Queremos dejar de ser estatuas, los mismos de siempre. Por ello la gente se enamora, cambia de trabajo, admira una obra de arte o viaja. Con la ilusión de que los paisajes y las personas nos hagan distintos, alumbren esa cabeza que apoyamos sobre el tapete de un Boeing. Cuando aterrizamos en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, deseé con todas mis fuerzas que algunos de esos hombrecillos con un cartel llevara escrito mi nombre. Mr. Wrong no había venido a esperarme.

(La Vanguardia)

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