Lepage ha conseguido trascender el concepto de teatro en un afán por labrar nuevas formas artísticas, a medio camino entre la ciencia y el drama, la acrobacia y la tecnología, el jazz y las marionetas. De ese modo asalta con eficacia la mayor de las incompletitudes del ser humano: el desamor, aproximándose al vacío que arrastra una suerte de fatalidad y se adhiere a todos los rincones de la carne y del pensamiento. El opio de Cocteau y la heroína de Davis pretenden sustituir la falta del amor que los laceró. Así lo contaba Davis en su autobiografía: “La música era toda mi vida hasta que conocí a Juliette Gréco. Me enseñó lo que significaba querer algo distinto a la música. Probablemente Juliette fue la primera mujer a la que amé como a un ser humano, en un pie de igualdad. Teníamos que comunicarnos con el lenguaje corporal. Ella no hablaba inglés y yo no hablaba francés. Nos hablábamos con los ojos, los dedos. Con este tipo de comunicación, uno sabe que el otro no le miente. Tienes que moverte por los sentimientos. Era abril en París. Sí. Y estaba enamorado”.
La habitación donde transcurre la obra, un cubo suspendido, no deja de balancearse, como la vida de sus protagonistas. De ahí la brecha que aleja el deseo de la experiencia, pero que también acerca la esperanza de la autodestrucción. Si al ser humano no le moviera un ansia de gran amor, la vida sería un sinsentido. Pero en su búsqueda, y en su pérdida, cometemos los mayores errores. No es una de las palabras más terribles del diccionario cuando se repite entre aquellos que un día se amaron. “Las notas vagan por las cortinas y las persianas diáfanas”, dice Robert. Es la trompeta de Miles, los versos de Cocteau y la bañera de Juliette Gréco, el arte que emerge como refugio para las almas que vagan en la intemperie. El arte como salvación.
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