Los periódicos publicaron encuestas en las que una abrumadora mayoría prefería dejar las cosas como estaban, con una ley homologada a las de nuestros vecinos, que al menos -a diferencia de la de 1985, con la que tantos populares, como su portavoz Rafael Hernando, dicen que se sentían cómodos- fijaba límites en los plazos. Uno de los puntos que provocaron mayor incomprensión se refería a la obligatoriedad de mantener embarazos con fetos inviables, que ocasionan padecimientos extremos tanto al nonato como a la madre. Varios médicos alertaron acerca de la crueldad que significaba. Una verborrea inclemente oscurecía otros asuntos en un país en demolición. Cuando el temporal amainó, Rajoy anunció la retirada del proyecto de ley. Y su ministro presentó la dimisión. Papel mojado. Todo el asunto supuso un auténtico disparate, aparte de la politización de un asunto que suele utilizarse como arma arrojadiza para diferenciar a los malos de los buenos.
Otro de los argumentos-fuerza de la reforma señalaba a las menores, pero el dato lo tira por tierra: tan sólo un 12,38% de las que abortaron el pasado año lo hizo a solas. El porqué es un hueso más duro de roer que el propio embarazo: casos de marginalidad, violencia, abandono. La modificación de la ley que ahora saca del cajón el Gobierno sólo las afecta a ellas. A las que carecen del regazo de una madre y un padre para temblar. Las que están muertas de miedo, no por los médicos y políticos sino por una familia que, lejos de ser refugio, representa conflicto y amenaza. Las que ahora tendrán que dar explicaciones, buscarse un abogado, enfrentarse a sus propios padres. Sí, esa realidad existe, por aterida que resulte. Que para quedar bien con los votantes se penalice a unas pobres muchachas sumidas en la precariedad emocional es algo tan insólito como castigar al apaleado.
(La Vanguardia)
(Imagen: Rob Hann)
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