Qué asunto tan peliagudo seguir la narración lineal de esas cuatro mujeres que hace más de una década se encontraron en Nueva York y descubrieron que, a través de la camaradería, los «manolos» y los cosmpopolitan, podrían llegar a conjurar las zonas grises de la vida. Lo más difícil es llegar a demostrar que se puede madurar sin que el duelo por el paso del tiempo —y la pérdida de la juventud— las transforme en una estampa patética de cuarentonas minifalderas. La película es mala, pésima dicen las críticas. Los ingredientes se acicalan: boda gay, viaje con bling-bling a Abu Dhabi, la vida con hijos y la ratificación de esa frase hecha que a menudo carece de sentido: «tenemos el lujo de diseñar nuestra vida». Un nuevo golpe de marketing para acabar de explotar el tirón de Carrie, Miranda, Samantha y Charlotte que, desde que irrumpieran en la pantalla, aquejadas de un virulento síndrome de peter pan que les impedía crecer por dentro y deslumbradas por la planta 5 de Bergdorf Goodman, plantearon el dilema de si las mujeres pueden tener sexo como los hombres. En sus monólogos interiores, Carrie se preguntaba si las relaciones eran la nueva religión de los noventa, mientras Charlotte resolvía que era mucho más fácil enamorarse que tener un hijo. Y todas, una vez aceptados sus límites y diluida esa juvenil omnipotencia en la que todo aún parece posible, se interrogan acerca del precio que hay que pagar para alcanzar el paraíso. O lo que entendemos por él.
Después de más de una década, las mujeres de Sexo en Nueva York se ven obligadas a abandonar su prolongada adolescencia, conscientes de que si bien no han plantado un árbol, sí se han plantado en el mundo, siempre elevadas más de diez centímetros. Con gran plasticidad, neurosis suaves, y una personalidad de gran colorido, repleta de cuestionamientos y conflictos como los que aquejan a cualquier mujer entre los treinta y los cuarenta años, se adentran en un territorio incierto, en el que aún no se gustan del todo pero tienen que apoyarse en quienes fueron para encontrar a la nueva mujer que vislumbran, pero que aún ignoran cómo va a ser. «Allí estábamos, en algún punto entre el sexo salvaje y los niños», dice Carrie mientras ve junto con Mr. Big Sucedió una noche. Lo mejor de estas chicas siempre ha sido su brutal sinceridad, además de sus trapos imposibles —brillante estilismo el de Patricia Field— y por supuesto Nueva York, la gran protagonista del invento. Chispeante, arrolladora, sin matices en sus virulentos contrastes, desde Madison Avenue hasta el Bronx, Nueva York continúa siendo la mejor metáfora de nuestro mundo cambiante, un mundo de cristal donde la trasparencia se postula como valor moderno. Los variados estímulos y su energía arrolladora no permiten la parálisis ni el autorreproche. Es el hechizo del skyline; poder ver nuestro reflejo al otro lado del East River, y sobre sus aguas, la silueta urbana de lo que fuimos, lo que somos y lo que podemos llegar a ser.
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