Es así como la señora Carmen, bien entrada en los setenta, con el pelo cano y una chaqueta tejana, comenta al final de la clase: “Esta semana van a venir al barrio los de Podemos”. Y tanto el italiano, que habla un español con acento caribeño, como el hombre que, a pesar de que ya haya entrado el frío, siempre va en manga corta, preguntan cuándo. Es entonces cuando percibes con nitidez que, más allá de neopopulistas o chavistas irredentos dispuestos a bananizar España, Podemos es un partido atrapalotodo que va a los parques soltando lastre ideológico para atraer a todos aquellos que “pueden convertir la indignación ciudadana en cambio político”. Eso sí, con un toque de esencia izquierdista old school: del “asaltar el cielo” marxista a L’estaca de Lluís Llach. El mainstream los demoniza, los políticos clásicos advierten sobre sus riesgos, y los más románticos recuerdan a aquel PSOE de Felipe, inexpertos y cuarentañeros ellos, pero con más de diez millones de votos y la voluntad de enterrar un sistema que constreñía al pueblo. Las expectativas de Podemos son colosales: jóvenes, irredentos, respondones y superpreparados en unos tiempos donde a los jubilados, a los parados y a los ni-ni nada les importa la política. Lo que en verdad debe demostrar Podemos es lo que nadie ha conseguido aún: que el poder no corrompe.
Podemos en el parque
En el parque, después de andar con la cabeza en los pies o de pensar con todo el cuerpo, me planto en la zona de los columpios donde un grupo de personas, en su mayoría jubilados, hacen chi kung, una especie de meditación en movimiento que además endereza el cuerpo. Algunos ejercicios son más orientales que otros, como ese que llaman “separar las aguas”: una serie de movimientos circulares con las manos. O el del arquero, que se nota que es de los que más gustan: simulas que sostienes un arco invisible y lanzas una flecha. Tirar y aflojar, como hay que hacer en la vida. Al ser nueva, no alcanzo a completar el mito de poner la mente en blanco y de vez en cuando miro de reojo a la gente que pasa y nos observa entre sorprendida e inquieta. Imagino el panorama: cruzar apresuradamente el parque para ir al trabajo y encontrarse frente a un corro madrugador que traza dibujos en el aire, se golpea los riñones e incluso boxea contra el viento exhalando un gruñido para liberar -dicen- la energía negativa. A veces les sonrío pero, incómodos, vuelven la cabeza. La gente, de buena mañana, se mira con recelo como si diéramos por hecho que no nos soportaríamos, y mucho menos a esas horas. Pero en círculos como este del chi kung, donde cada día dirige la clase un voluntario, nada separa al artrósico del ansioso o al parado del ocioso; se tienden las manos.
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