Observas la colección de fotos del muchacho, junto a Aznar, Aguirre o el presidente Rajoy, con su traje casi de marinero y un peinado bien propio de las juventudes populares o, ni más ni menos, en la coronación del rey Felipe VI, detrás de una radiante Caritina Goyanes, y saltan todas las alarmas. Qué buen país para farsantes es el nuestro, donde a menudo se confunde la megalomanía con el don de gentes, pero, sobre todo, que fácil resulta en él franquear todos los cordones de seguridad con la boca llena de ilustres apellidos.
A pesar su origen de clase media y su pinta de niño pijo, puede que Francisco Nicolás Gómez soñara con aquel Alexandre Stavisky -quien también tenía un amable sobrenombre: el bello Sacha-, el seductor que desvalijó la Francia art déco y fue magistralmente inmortalizado por Alain Resnais y Jorge Semprún, al guión. Perforaron el patrón de los estafadores simpáticos que beben champán de maravilla, tienen gran soltura levantando teléfonos y eligen delicadamente las palabras que su interlocutor quiere escuchar. Stavisky estaba muy bien relacionado con la clase política, hasta que puso en jaque la temblorosa Tercera República Francesa demostrando que, cuando el contexto es convulso, el fraude va en la bandeja. Crisis con regímenes inestables y cuestionados, la corrupción rugiendo igual que la marabunta, ese ha sido el mejor escenario posible para el joven Gómez.
Algunos han sugerido ya que el farsante y presunto estafador imparta cursos para enseñar a venderse a los parados, asumiendo que para escalar la pirámide social no cuentan hoy ni la capacidad, ni la honestidad, sino el humo que acompaña a los trucos que uno saca de la chistera: ya se sabe, una agenda repleta de contactos y un álbum digital de fotos con mayúsculos tenores.
La picaresca ha anidado en nuestra cultura, pero del rufián de Tormes hemos derivado en un embaucador untado de promesas incumplidas. El negocio de las relaciones públicas, con sus amables maneras y sus cada vez más espinosos peajes, estalló en los años ochenta. Fue cuando todo el mundo quiso sentirse vip, aunque fuera por un día; y se convino pagar para aupar un nombre, o defenestrarlo. Los hay que son excelentes profesionales, otros, en cambio, cuando se encienden las luces escapan como ratas.
(La Vanguardia)
Los proyectos personales cuentan con una energía infinitamente más generosa que los proyectos altruistas, mancomunados.
En principio somos animales gregarios, todo lo referente a nuestra supervivencia guarda una estrecha relación con nuestra relación con la comunidad, con el “nosotros”. No obstante luego decidimos diferenciarnos de otras manadas de animales, en que nos percibimos como individuos, que tenemos las mismas necesidades, pero gustos diferentes a nuestros vecinos, que somos únicos, que tenemos por delante la tarea de encontrar esa expresión que refleje de manera más fiel posible a ese “yo” distinto del otro.
Los instintos son comunitarios, en cambio los proyectos, que pertenecen al terreno sapiens, son personales e intransferibles, ya sean motivo de satisfacción o de frustración, ya estuvieren definidos por lo que “pude o lo que no pude hacer”.
Los proyectos sociales son ficciones movidas por el motor de la realización personal. En el mejor de los casos son fantasías muy bien intencionadas, pero carentes de toda energía sin el concurso de la ambición personal, del deseo de la expresión individual.
La satisfacción que proporciona alcanzar una meta común es algo íntimo en intransferible.
Darle un sentido colectivo a la energía genuina que emana desde lo profundo del ser, que pide salir y expresarse, no es más que una manera de encausarlo, de presentarlo ante los demás y a nosotros mismos.
Nada de lo que hizo Colón lo hizo por la transcendencia, ni Fidel hizo nada por Cuba, ni Gandhi por la India, ni Picasso por el arte. Ni siquiera Jesús, Marx, Espartaco o el Che deben su pasión a los pueblos oprimidos ni a los niños necesitados del más allá.
Ni siquiera las perversas divinidades y deidades a quienes nos sometemos cuando premian o castigan, procuran una cosa distinta de satisfacer sus propias fantasías y amansar a sus demonios.
El niño Nicolás, es pues lo más auténtico, genuino y carente de barniz de dudosísimo buen gusto que ha dado FAES.