Se escribe desde las ciudades, y a menudo desde el mismo vértice de su pirámide. También está bien visto que se haga junto al mar, como si este favoreciera una mirada universal, una suerte de faro capaz de imprimir mayor laxitud ante las quimeras humanas. Incluso se escribe con el desierto en la cabeza, al fin y al cabo otra atalaya para diseccionar nuestro mundo y etiquetarlo.
Pero casi nunca se adopta el punto de vista de la vida rural en las crónicas de nuestro tiempo, y no me refiero a la literatura ni al cine, que son pródigos en levantar pueblos de cartón piedra donde el aliento es una cuchilla en el aire. Tampoco me refiero a la localización física, pues la construcción de nuestro mundo moderno contempla la práctica urbanita del neorruralismo de fin de semana. Pero la auténtica vida rural nada tiene que ver con encender un fuego de leña los sábados por la tarde. O con un paseo para oler el tomillo y el romero mientras cruje la hojarasca mojada. El campo se tolera como un estado transitorio, demasiado lejos de esa vida interesante, con cines y cafés abiertos todo el día, gente ingeniosa y tantas buenas razones para permitir que la calma se desgarre a diario.
En la tradicional copa de Navidad que la Moncloa ofrece a los periodistas, este año se entregó a cada uno un lote a modo de aguinaldo con vino, queso y otros productos artesanos junto al libro Historias de vida en el medio rural, en el que se incluyen una treintena de entrevistas a mujeres de diferentes pueblos de menos de 1.000 habitantes, como Deltebre, Sangrarrén, Alburquerque o Vélez-Rubio. La intención de la Moncloa es loable. Durante todo el año se promociona exclusivamente a mujeres urbanas y su estilo de vida. Pero, ¿dónde quedan las que dan de comer a los cerdos o recogen las aceitunas, y luego hacen la casa y la compra, atienden a los mayores y a los niños, y cuando se jubilan la paga no llega ni para pipas?
Que 300 periodistas, muchos de ellos de gran influencia, reciban un libro que pretende retratar a los cinco millones de mujeres que habitan en pueblos pequeños, debe de significar algo. Desde la revolución industrial, en los pueblos se crece con la fantasía de escapar. Sus postigos de madera y sus gatos vigilantes emergen como espectros en las pesadillas adolescentes. El temor que infunden vence a la belleza de los silenciosos atardeceres después de la lluvia. La vida en los pueblos despoblados —donde los niños tienen que recorrer cincuenta kilómetros para ir al colegio y los viejos se quedan sin ley de dependencia hasta que mueren— está desenfocada respecto al mundo globalizado.
En China, en el 2020, sucederá lo mismo que ocurre ahora en la España rural: por cada 80 mujeres hay 100 hombres. Ellos heredan la tierra; ellas, si están en edad fértil y pueden, se marchan a la ciudad. «Es duro —dice Isabel Candelaria, que vive en Gañuelas—. Hay días que te levantas y dices “por Dios, otra vez”, días que está lloviendo, o cuando hace frío o mucho calor, y te dan ganas de tirar la toalla». Ante la agonía de muchas aldeas llega ahora la ley de Desarrollo Rural. Según sus responsables, uno de sus principales objetivos es abordar la situación de las mujeres. «Son muy importantes y no siempre están tratadas en la misma igualdad», según Jesús Casas, director general de Desarrollo Sostenible del Medio Rural. A Rosa María Mateu, de Vallfogona de Balaguer, que también aparece en el libro, le preguntan si hay asociaciones de mujeres en su pueblo. «No, hay algunas mujeres que cosen…». Mujeres invisibles que no necesitan del slow para ralentizar sus vidas. Pero que nadie se confíe, en mi pueblo apenas cosen, en cambio ahuyentan las malas cosechas con la danza del vientre y el taichi.
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