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La caja de cristal

Hay pruebas concluyentes de que en la primera década de este siglo hemos asistido a la entrega progresiva de nuestra privacidad, eso sí, conservando un mohín de pudor. Pocas cosas podemos mantener a buen resguardo, incluida nuestra desnudez que pronto será escaneada, a la vista los michelines, clavos y dius; el mono desnudo que temblaba en la soledad de las galaxias ahora lo hará en las cabinas de los aeropuertos como síntesis de un tiempo transparente. El último modelo de bolso de Prada, el must have de la temporada, es un receptáculo de plexiglás con asas de cuero italiano en el que queda a la vista todo su contenido. No tener reparos en mostrar las pequeñeces que siempre llevamos a mano facilita el trámite de quedar libre de sospecha en unos tiempos donde el secreto perturba.

En nombre de la seguridad se exigen múltiples, molestas e imprescindibles obligaciones que reglamentan una libertad que ha ido sofisticando sus confines: Google maps sabe dónde vivimos, los bancos analizan nuestras debilidades, las cámaras de videovigilancia registran nuestros andares y los hackers pueden manipular el correo electrónico y suplantar nuestra identidad enviando e-mails del tipo «find russian wives» a los compañeros de oficina. «Lo nuestro» ya no es exclusivo, está a la vista de todos. La ilusión del ocultamiento y la protección de datos ha sido mancillada por la tecnología, auténtico diapasón del progreso.

En cualquier logro anida un poso de contradicción. Por un lado, se ha cumplido el sueño infantil de ser transparente, y por otro, se diluye el misterio que antes sentíamos al ver una ventana iluminada en la noche, tras la cual intuíamos que la vida se paseaba en zapatillas y con gafas de leer. Los realities, esa vulgarización de la privacidad, se han cargado el mito de la ventana indiscreta. Ahora la vida íntima es televisada y youtubeada, y curiosamente se muestra siempre con colores estremecedores. Vean si no los sofás que aparecen en Callejeros y Gran Hermano, o los hogares que visita Supernanny, con esos cuadros de payasos capaces de originar traumas infantiles. Por no incidir en lo que puede haber detrás de la fascinación por la miniatura, ya sean porcelanas o souvenirs. Los tapetes de ganchillo continúan ocupando un lugar preferente en la España de Calatrava, Foster y Tagliabue, dentro de sus arquitecturas de cristal. Y lo más chocante es que en este país nadie se reconoce como hortera, en todo caso lo será el vecino…

Escribe Vicente Verdú, en una deliciosa serie sobre objetos cotidianos que se puede leer en El Boomeran(g), acerca de las dos naturalezas sin conexión alguna que posee la ropa interior. La sensación de placidez que respira, perfumada y bien doblada en sus cajones, y la necesidad de esconderla, repelerla y de expulsarla de cualquier paisaje cuando ha sido utilizada. Algo parecido ocurre con la cotidianidad y la tendencia cada vez más universal a mostrarla descosida, grasienta, vocinglera y cutre. «La historia necesitó cuatrocientos años para llegar al siglo XX con la conquista de la vida privada, pero ahora, en menos de dos décadas, la privacidad tiende a ser un vestigio de los tiempos de la burguesía…», dice Verdú. La transparencia es sinónimo de ejemplaridad. Pero la invasión de privacidad que nos rodea, tan desacomplejada, mata el misterio y envenena el buen gusto. Pronto pasearemos por la calle en batín, como hacen en Japón, donde el muro imaginario que separa lo público de lo privado se ha derrumbado. Tal vez entonces, la vida en las calles se desautomatizará y viviremos rodeados de los realities ajenos. La sociedad videovigilada emitiendo en directo desde una gran aldea de cristal.

(La Vanguardia)

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