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Terapia universal

Ante la noticia del suicidio del diseñador Alexander McQueen, a quien hallaron ahorcado en su casa londinense del barrio de Mayfair, regresan viejas consideraciones sobre la relación entre creatividad y autodestrucción. Afortunadamente, ya no tan iluminadas como antaño, cuando la genialidad traía como condición implícita un alma torturada. La mística del in extremis, y su belleza cabalgando la muerte, se desvanecieron con la modernidad. Hoy, el suicidio es un desgraciado fin, sinónimo de abismo, sordidez y fracaso, lejos de poder ser considerado un ejercicio de libertad.

En la actualidad hay más suicidios que hace un siglo, pese a la inexactitud de cifras en un tema tan delicado y oculto. A no ser que se trate de una celebridad, un icono generacional, como Kurt Cobain, David Foster Wallace o McQueen, nuestro sistema aplica un acuerdo tácito para silenciarlo. Rige la teoría del miedo al contagio pero, como informaba hace poco más de tres meses La Vanguardia, en España muere más gente por suicidio que en accidentes de tráfico. En lo que llevamos de año han puesto fin a su vida cinco empleados más de France Télécom (ya van 40), mientras en Catalunya aumentan los suicidios juveniles.

Me interesa especialmente el caso McQueen porque lo saludé más de una vez al terminar sus desfiles y, hace unos años, compartí una larga jornada en Madrid en la que me encendió el cigarrillo y me habló de la búsqueda de lo extraño y lo subversivo. Admiraba su trabajo: él era el más historicista de los diseñadores actuales y el mejor director de escena. Sus desfiles resultaban performances con mucho presupuesto, a menudo representaciones del duelo entre el ser humano y las fuerzas de la existencia. Una vez convirtió la primavera de París en una estepa siberiana donde una modelo luchaba por salir de un violento remolino de nieve artificial. También transformó la sala Wagram en la escena final de Danzad, danzad, malditos donde las modelos, con marcadas ojeras y bocas mal pintadas, portaban exquisitos trajes esculpidos por quien trabajó de sastre en Saville Road, arrastrando sus colas de raso hasta desgarrarlo. McQueen se autodefinía anarquista y antimonárquico, y creo que sólo lo vi de traje aquella noche madrileña, en la que, además de beber vodka helado, recogió dos premios y dijo que era una ridiculez que un diseñador de moda fuera considerado una estrella, «con todo lo que ocurre en el mundo». También que su asignatura pendiente era encontrar la paz.

¿Por qué motivo se suicida hoy un hombre de cuarenta años, en el mejor momento de su carrera? ¿Lo hace por las mismas razones que hace 200 años? Y digo hombre porque en el mundo las dos terceras partes de los suicidas lo son. Y, ¿por qué desde el 2007 el INE no hace públicos los datos de suicidios, que en la aldea global continúan considerándose tabú? Los psiquiatras reclaman programas preventivos, sobre todo porque en su mayoría no son actos impulsivos sino resultado de una sopesada reflexión. Es un asunto complejo paliar la desafección a la vida, aunque en algunos países, como en Japón (donde entre los chavales se ha puesto de moda matarse con sulfuro de hidrógeno según una receta de fabricación casera que circula por internet), se han iniciado campañas disuasorias. Tal vez haya que empezar por normalizar las psicoterapias en un mundo en el que los trastornos mentales avergüenzan. Jóvenes extraviados, sin fe en el futuro, vacíos de valores y objetivos, solos, cada vez más alejados de la coartada creativa, en un mundo donde el suicidio siempre ha formado parte de las fantasías adolescentes sin que la sociedad haya osado intervenir en el asunto. Ya va siendo hora.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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