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«La grandeur»

Es admirable que el ministro francés Eric Besson haya conseguido más de 50.000 comentarios sobre qué es ser francés en la web que el Gobierno ha creado para albergar el gran debate sobre la identidad nacional. Aunque tal vez lo más admirable es que este debate se impulse desde el polémico ministerio que aúna conceptos difíciles de congeniar como inmigración e identidad nacional, un gesto sin precedentes con el que Sarkozy se apropió de un término popularizado en los años ochenta por la extrema derecha. Entre las aportaciones ciudadanas hay opiniones diversas: desde quien asegura que ser francés consiste en saberse La marsellesa (un 70% de los franceses considera que los niños tienen que aprenderla), hasta los que exigen amor incondicional a Francia —a su lengua, a su geografía y, afortunadamente, a su gastronomía—. La mayoría cree que francés es aquel que respeta los principios de la República: libertad, fraternidad e igualdad, además de laicidad —que no es lo mismo que laicismo, subrayan los más puntillosos—. Y no faltan los que encuentran este debate ridículo y odioso porque, escépticos como son, consideran que en el mundo actual ser francés significa más bien poco. Hace tiempo que al croissant lo sustituyó el muffin de Starbucks y a los pioneros Minitel los superaron Microsoft y Apple. Sin Concorde ni Saint Laurent, sus enfants terribles ya no se sientan en Les Deux Magots, como Sartre, Camus o incluso Serge Gaingsbourg. Acaso un Houellebecq y un Lévy, que se ponen verdes en un saludable ejercicio autocrítico propio de dos tipos tan ingeniosos como soberbios e intratables.

Recientemente, el maestro de periodistas Jean Daniel escribía en su columna semanal de Le Nouvel Observateur que lo peor de esta propuesta es que sea el Estado quien se preocupe por definir la identidad nacional en lugar de los ciudadanos «¿Cómo haremos para vivir juntos de ahora en adelante, y sobre qué valores?», se preguntaba quien en su día se mostró a favor de la entrada de Turquía en la UE, esencialmente —razonaba— para ver en qué se transforma un país musulmán al hacerse europeo. El periodista, faro intelectual y moral de la izquierda, opina que es problema de los fieles —sigan los Evangelios, el Corán o la Torá— verificar que la práctica de su religión no va contra los valores del Estado. También cree que los inmigrantes, a causa de su exilio asumido, tienen mayor interés en que se precisen las razones por las cuales es importante sentirse francés.

A pesar de la tinta que se ha volcado sobre la España de las autonomías y las identidades nacionales que conviven en el Estado español, poco se ha motivado a catalanes, vascos o gallegos para que definieran qué significa hoy ser catalán, vasco, gallego y/o español. Aquí ya lo dejó claro Jordi Pujol hace veinte años: es catalán todo aquel que vive y trabaja en Catalunya. Ir más allá supone reabrir un debate incontinente, que no logra determinar si pesa más la España que abraza la pluralidad o la que la zarandea; un debate amparado en una guerra de símbolos y un orgullo patrio lleno de telarañas. Aunque sería pedagógico, en una especie de juego de matrioskas político-filosófico, insistir en la identidad integradora y no excluyente.

En España hay partidarios de un contrato de derechos y deberes para los inmigrantes, también hay gente que se excita cuando ve ondear su bandera, tanto que algunos como Esperanza Aguirre la llevan en la mano en forma de pulserita, o en el cuello del delantal como la dueña de El Qüenco de Pepa, donde Gallardón y Fernández Tapias comen tortilla de patatas con almejas. Es improbable que tenga alguna utilidad el culto a los símbolos cuando la identidad se diluye, las raíces y tradiciones se confunden con los brocantes, y la política se apropia de palabras tan humanas como fatiga o indiferencia. Ese es el núcleo del debate: la identidad fatigada.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. el pirata el pirata

    excelente SUNDAY MORNING !!!! QUE BUENA VERSIÓN, Y EXCELENTE REFLEXIÓN PARA LA MAÑANA DEL DOMINGO

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