Akio Toyoda, nieto del fundador de Toyota, la compañía que hoy preside, escenificó hace unos días un controvertido acto de perdón a causa de los fallos mecánicos detectados en varios de sus modelos Lexus. En las fotografías se aprecia a un hombre inclinándose ante las cámaras en una reverencia de perdón, un ritual extendido e interiorizado en la cultura japonesa. Se trata de una imagen impactante: el dueño del mayor fabricante de automóviles del mundo aparece humillado ante el auditorio, mientras los flashes congelan su acto de contrición y su gélida pesadumbre. Pero lo más cruel del caso es que su escenificación no convenció, y de nada sirvieron sus excusas tardías. Además, el grado de inclinación fue interpretado, según el código, como una disculpa en lugar de perdón. Cualquier empresario que aquí pidiera perdón de la misma manera, agachando la cabeza hasta el ombligo, produciría auténtico estupor, algo parecido a que Díaz Ferrán se arrodillara para expiar sus penas como empresario funesto.
La historia ha demostrado que para los nipones el perdón no basta. Para ello se instauró el harakiri. En 1968, el museo Toulouse-Lautrec prestó varios cuadros del pintor para una exposición en Kioto. Una noche desapareció uno, Retrato de Marcelle, y el comisario de la muestra se suicidó «para asumir la responsabilidad, presentar excusas y limpiar su honor de esta mancha». No fue el primero ni el último. Pero lo que en Japón sabe a poco, en Inglaterra produce bochorno. Los medios de comunicación presentan a Gordon Brown como un político que tiende a la autoflagelación, y que ha entonado el mea culpa por asuntos que ni de lejos le rozan, como el envío de cientos de miles de niños, entre 1920 y 1960, a campamentos australianos donde sufrieron abusos. El periódico The Guardian preguntaba a sus lectores: «¿Es perdón la palabra más fácil de decir?», «¿son importantes las disculpas y sirven para algo?». Unos aplaudieron la facilidad con la que Brown reconoce errores propios y ajenos, y exigían la misma responsabilidad a la reina; mientras que otros le consideraban un mindundi, empequeñecido por su acentuado sentimiento de culpa.
Dicen que cuando recibimos una disculpa modificamos la imagen del pecador y el sentimiento de ira o venganza hacia él se debilita. El acto implica un reconocimiento hacia el ultrajado prójimo, pero a veces también resulta una declinación formal tan impostada como la de quienes se saludan besando el aire, ese protocolo hueco del que hablaba ayer Quim Monzó. Existen auténticos profesionales del perdón entre los nacidos en tierras puritanas. Aunque entren en abismales contradicciones: pedir perdón por su infidelidad con la mujer a su lado, como el gobernador Sanford; no estén muy convencidos de sus propias palabras, como Michael Phelps; o representen un show, una especie de castración mediática, como Tiger Woods. Los norteamericanos —Nixon o Bush serían excepciones— sienten un efecto liberador al retractarse. Lo consideran un acto capaz de reparar un pisotón moral, de pacificar el ambiente o frenar la crispación, y sobre todo el juicio al que son sometidos quienes quieren dar una imagen idealizada de su vida privada, hasta que sus debilidades y torpezas salen a la luz. Código ético, transparencia, conducta ejemplar, contribuir a rebajar la crispación, como les pidió José Bono a un grupo de periodistas en un almuerzo a puerta cerrada, a fin de remontar la credibilidad en el oficio vocacional de trabajar por España. La popularidad de la clase política ha caído en picado, y personajes como Maria Antònia Munar —que hace tiempo ya manifestaron su amor por el dinero y los caprichos caros— pasean su culpabilidad exclamando a la puerta del juzgado «De aquí a Hollywood». Es probable que esta presunta delincuente pronto escenifique su perdón de pantomima, eso sí, con la cabeza bien enlacada.
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