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La cuarta pared

Somos también los lugares donde hemos vivido. El recuerdo del largo pasillo de la casa de nuestros padres que con el tiempo se fue acortando como la infancia. Aquellas literas gris rata donde una noche nos costó dormir bajo una manta áspera. La cocina enmohecida en un piso de estudiante, los techos altos y las endemoniadas escaleras del primer alquiler. El sofá retapizado de terciopelo rosado donde aprendiste a beber vino porque Billie Holiday cantaba All of me. O la luz que cada atardecer te hacía pensar en Dorothy Parker y su soledad de las parejas. Somos todas las cisternas averiadas, el goteo de los grifos, las ventanas que cerraban mal, los ruidos de la calle debajo de la almohada, la calefacción tiritando en pleno invierno. O ese ir completando rincones vacíos y paredes blancas, buscando la silla perfecta. Un camión de mudanzas es un escalofriante resumen de la existencia. Tantos objetos mudos en busca de una nueva identidad, aguardando cuatro paredes que les devuelvan el alma. Somos nuestras casas. Lo que vemos desde la ventana. Lo que escondemos en nuestros cajones. O tal vez no, pero así lo creímos desde la primera gruta, un lugar donde anidar y componer un paisaje privado.

Dicen que cuando acaba la pasión, termina la decoración. Pero es difícil rebajar la intensidad de una de las bases del sueño, no tan sólo americano, sino universal: ser propietario de una casa. Hubo un tiempo en que a menudo me detenía ante los solares reventados con las estancias expuestas sin su cuarta pared, con las huellas de la vida aún tiernas. Los papeles estampados, las pegatinas de los niños en los armarios o las deslucidas cortinas de la ducha resultaban un impúdico desnudo de lo que un día fue un foco caliente de intimidad. Hoy, en la televisión aumenta la audiencia cuando se muestran mansiones de lujo por dentro, aunque también paupérrimas chabolas; algunos propietarios muestran las tripas de sus casas con gran orgullo. Un exhibicionismo de siempre reservado hasta hace poco a famosos y a mitos con casa museo. Es curioso comprobar que, cuando la burbuja inmobiliaria ha frenado el deseo de propiedad, aumenta el de husmear en los cuartos de baño de los otros.

Hace unos meses, leí un estudio realizado por una profesora de la Wharton University. Afirmaba que, de media, el dueño de una vivienda tiene más momentos de tristeza que de alegría proporcionados por la casa y el hogar. En cambio, la vida social y familiar de los inquilinos es, según ella, más activa y feliz. La casa soñada implica una búsqueda constante a fin de proyectar una felicidad imaginaria. Por primera vez, desde el 2007, y aunque de puntillas, crece la compraventa de pisos. Renace el deseo de conquistar una hipoteca disfrazada de vivienda. Pero cuando la conquistas, lo siguiente es domesticar la insatisfacción y aprender a quererla.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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