Es fascinante la noticia acerca de la clasificación de un nuevo sabor. Y no me refiero a otro hallazgo de la cocina inmaterial, la que se texturiza en formas bien distintas a las originales y cuya elaboración pretende rozar la pureza, a veces aislando los sabores y otras fusionándolos para activar y sorprender a los receptores gustativos. No, esto va a la esencia, algo parecido a descubrir un nuevo color primario. Se trata del umami —en japonés, «delicioso»— y no responde a lo salado, ni a lo dulce, amargo o ácido. En Inglaterra ya se venden cremas concentradas del llamado quinto sabor, y en el restaurante Matsu de Sant Cugat o en el recién incendiado Mugaritz de San Sebastián se combinan productos «muy umami», como las algas o los pescados crudos. A principios del 2000 la revista Nature Neuroscience se hacía eco de un receptor gustativo específico para el glutamato monosódico que se halla en varias proteínas: del jamón al tomate, pasando por la soja. Se trata de un viejo descubrimiento que ha necesitado más de cien años para ser considerado por las cúpulas gastronómicas e introducirse en la jerga de los iniciados. En 1908, el químico japonés Ikunae Ikeda, obsesionado por el inclasificable sabor de las algas marinas, logró aislar la molécula responsable de aquel gusto «distinto», y concluyó que se trataba de un aminoácido, esa última cucharada de tomate que redondea el guiso.
La maquinaria gustativa, al igual que la olfativa, es un asunto apasionante. Mucho se ha hablado de la conexión de la memoria con el olfato, también de la sabiduría del paladar que marca las preferencias gustativas y potencia conexiones que producen bienestar al identificar un determinado sabor con un recuerdo placentero. Según la Enciclopedia Británica, los cinco sentidos fueron enumerados por Aristóteles, pero los estudios sobre la sensibilidad de la piel han demostrado que el ser humano puede sentir de modo consciente el paso del tiempo, las diferencias de temperatura —termocepción— o el equilibrio. Oliver Sacks, en su relato La dama descarnada, habla del sentido de la posición del cuerpo. Lo denomina propiocepción mientras que otros se refieren a él como sentido cinestésico, el que nos permite percibir la tensión muscular así como el movimiento del cuerpo incluso con los ojos cerrados.
El diseñador Philippe Starck ha necesitado un año para preparar —con Soundwalk— el espectáculo Le son du nous, definido como «la búsqueda del sonido que nos falta», que incluye voces, pisadas y ecos grabados durante 24 horas en el hall de un hotel. Y el estudio Kawamura-Ganjavian ha creado un archivador de esencias. Se trata de conservar diferentes olores, al estilo de un álbum de fotos, en un clasificador capaz de transportarte a través de la memoria olfativa a otros paisajes y, sobre todo, de provocarte sentimientos. Oler las especias de la casba de Marrakech, el frangipani balinés o el tomillo y el romero de todos los veranos ayuda a evadirse, como esas velas que pretenden recoger el olor de la hierba mojada, del pan recién salido del horno o de la ropa limpia.
El exceso de sensibilidad mata, mientras que su contrario aísla. Es razonable entender que el ser humano quiera ampliar sus percepciones a través de sus extensiones sensitivas. Contra la homogeneización, la monotonía o los límites físicos y psíquicos, las nuevas sociedades quieren sentir. El lujo contemporáneo podría resumirse en tres conceptos: tiempo, olfato y paladar. Por ello es lógico que los químicos, encargados de descubrirnos el quinto sabor o el sexto sentido, sean hoy los sumos sacerdotes que siguen buscando, entre moléculas, el secreto de la felicidad.
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