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La blanca elección

Mientras mentalmente podemos recrear una imagen de Praga o Berlín y transformarla, en nuestra particular cámara oscura, al blanco y negro, es bien difícil imaginar con los ojos cerrados una postal de India o de China que no esté abigarrada de color. La Europa que, según National Geographic, se borra del mapa dejando de ocupar el ombligo del mundo, no sólo geopolítico, sino también económico y moral, guarda como una reliquia su variado repertorio de grises. A diferencia del nuevo centro mundial, ubicado en el Pacífico, entre China y EE.UU., nuestros tejados pizarrosos cobijan un estilo de vida que no acierta a armonizar lo consciente con lo inconsciente y que conserva intactos esos más de 65 tonos del llamado color sin carácter o color del aburrimiento, del gris matinal al gris ceniza, humo, moho, niebla, paloma, pizarra o perla. Pura melancolía.

En 1810, Goethe publicó un tratado sobre el color en el que rebatía los principios de Newton acerca de la descomposición de la luz blanca y pretendía demostrar que todos los colores nacen del gris, «de lo oscuro, turbio, opaco». Puso empeño Goethe en intentar convencer a sus contemporáneos, que tildaron sus teorías de veleidades disparatadas y absurdas. El poeta también se dedicó a desentrañar el efecto sensible y moral de los colores, porque, según Eva Heller —en su Psicología del color—, la misión del arte consistía en educar a los seres humanos para mejorar su gusto. Entonces los tonos luminosos nunca debían dominar la vestimenta, y tanto era así que él recomendaba el uso cotidiano de «colores como sucios, muertos».

Pero hoy, el antaño color de la pobreza y de la monotonía, de las grisettes y de Cenicienta se ha convertido en un color de resistencia. La multitud hace tiempo que dejó de ser una mancha gris, como en las primeras ciudades donde las tímidas farolas propiciaban la contemplación de un nuevo descubrimiento: las sombras sobre el asfalto. Las urbes modernas, la nueva Shanghai de la expo con sus tripas remozadas por brillantes arquitectos, rehúyen la neutralidad. Como si en su bullicioso y gigantesco patchwork el color fuera el signo más visible de futuro. El progreso se identifica con la luminosidad. Con la claridad y la transparencia, con las buenas vistas, de ahí que, a partir de la irrupción de la estética minimalista de los noventa, el blanco decore la realidad.

Un televisor blanco es más caro que uno negro o gris. De las marcas blancas a las Damas de Blanco que se pasean heroicamente con gladiolos por las calles de La Habana, no existen conceptos blancos que tengan un significado negativo. Humor blanco, Apple, oenegés. El blanco se posiciona como símbolo de perfección en plena multiculturalidad. Es a la vez lujo y pureza. Representa el vacío más pleno. El congelador y el silencio; la paz y la verdad. El huevo del mundo.

(La Vanguardia)

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