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La era empática

Mucho se ha hablado del fenómeno desde todo tipo de tribunas y púlpitos. Estos son los antecedentes: una muchacha del barrio madrileño de San Blas trabaja de asistenta en la casa de un joven torero exhibicionista. Rubia teñida, delgada con curvas, ojos saltones y una boca grande de las que vocalizan como si hablaran para sordos. El torero iletrado se enamora de ella. Y se casan contra todo pronóstico, no porque él pertenezca a un linaje superior, sino porque ha ganado mucho dinero. Hay que sorprenderse ante lo dúctil que puede llegar a ser lo imposible, la epistemología de lo improbable frente al pulso de la pasión. Una cenicienta sin hada madrina se convierte en mito de los barrios populares cosidos por moles de ladrillo rojo donde cuelgan sábanas estampadas de colores chillones y rugen todo el día los televisores. La muchacha deja atrás el vecindario porque el marido se la lleva al campo de Jaén. Ella se aburre, de vez en cuando se toma una caña en el bar del pueblo. A ratos se la ve triste y otras alborotada, aunque intente comportarse como una aprendiz de Sissí. Pero las horas entre olivos y reses se alargan demasiado. Se acaba, como tantas parejas fallidas, pero ella se ha acostumbrado a las cámaras. Convertida en colaboradora de un programa del corazón, año tras año consigue elevadas cuotas de audiencia gracias a una auténtica devoción popular por parte de quienes se sienten identificados con ella, pero también de quienes no salen de su asombro ante su débil sintaxis y una gestualidad que tumba los principios de la telegenia. Habría que discernir si el factor Esteban forma parte de la soledad empática o bien se trata de una prueba concluyente acerca de la aceptación de la vulgaridad, esa nota distintiva de la cultura democrática que la alta cultura, la beatería y el puritanismo desprecian, como señala Javier Gomá en su lúcido ensayo Ejemplaridad pública.

Ayer, el «profeta social y ético» —según The New York Times— Jeremy Rifkin presentó en Madrid su último libro, La civilización empática, en el cual anuncia que nos hallamos en la cúspide de un cambio épico: «la Era de la Razón está siendo eclipsada por la Era de la Empatía». En una nueva interpretación de la historia, el autor cuestiona la naturaleza humana: las neurociencias han aportado suficientes pruebas para demostrar que la especie humana es empática, cuestionando la creencia de que los individuos son agresivos, materialistas y egoístas por naturaleza. Los empáticos quieren conectar, y se esfuerzan en ello. Es más, ofrecen un compromiso activo que convierte al observador en parte de una experiencia colectiva.

El factor Esteban es un buen ejemplo para valorar si la empatía es un radar social o un valor ideológico. Ella representa el sueño del triunfo para aquellos que nunca podrán salir de un mundo duro y gris; «una de ellos» que ha traspasado la pantalla del televisor pero que sigue veraneando en Benidorm. Rifkin sostiene que las situaciones empáticas son las experiencias más intensas de los humanos. Tal vez por ello nos besamos más que hace treinta años, nos acompañamos en el dolor con abrazos y caricias en la espalda, nos buscamos en las redes sociales y favorecemos nuevos ritos de comunidad. A falta de fiestas de santos, la audiencia elige su propio santoral. Belén ilustra el hecho de que la empatía, como otros valores humanos, no es tan fácilmente compartible »lo que a unos les acerca a otros les repele—. La espontaneidad del yo, la ausencia de referentes y el olor a chorizo que traspasa la pantalla son una viva prueba de lo que significa conectar con la audiencia. El valor aspiracional se hace añicos en pos de una empática hiperrealidad.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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