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La soledad contagiosa

Somos también nuestra soledad. La idea poética me distrae sirviéndome en bandeja un adverbio cadencioso pero impreciso: ¿«también»?, ¿no es precisamente la soledad esa suite principal donde se alojan la mente y el alma? La cama-armario donde escuchamos tan sólo nuestro aliento. Somos —también, además, sobre todo…— nuestra soledad. Puede que el adverbio sea cuestión de matiz, pero no ocurre lo mismocon el sujeto: ¿quiénes somos?, ¿todos o unos cuantos?, ¿el plural mayestático funciona como mera licencia dramática o es una verdad universal?

Bien distinto sería si el sujeto fuese la soledad. La que sin avisar se instala en la vigilia y el sueño, a veces como un trofeo y otras como un condenado quiste; la que nos paraliza, nos aísla y nos reconforta; la que determina de qué pasta estamos hechos, cometiendo auténticas perrerías y magníficas proezas contra nuestra voluntad.

A menudo nos palpamos en la intemperie y reconocemos con un escalofrío el eco de ultratumba: nacemos solos y morimos solos. Aquí ni sujeto, verbo, ni adjetivo son intercambiables. Por ello es más fácil glosar nuestra relación con la soledad y no al revés. Identificar esas largas esperas en las que se acaban enfriando el café y la sonrisa mientras disimulamos el incómodo abandono. Imaginamos y temblamos en soledad, aunque la compañía del otro sea una red que nos protege del abismo. Estamos solos cuando el sueño nos vence y nos conduce por sus extraños bulevares, o al abrir la ventana y comprobar que, contra todo pronóstico, de nuevo amanece. Anhelamos la soledad cuando las palabras nos fatigan y urge un silencio confortable, una suerte de onanismo al transitar sin interrupciones la geografía de los pensamientos. Pero existe una soledad bien distinta a la gratificante y adictiva. Coincide con la caída de la tarde, después de la telenovela, cuando los médicos aseguran quemuchas mujeres mayores sienten su latigazo y se quedan dormidas en el sofá para olvidar el teléfono mudo.

Según un equipo de científicos de las universidades de Chicago, Harvard y California, la soledad es contagiosa y muy fácil de propagar: el amigo de una persona solitaria tiene un 52% más de posibilidades de desarrollar sentimientos de soledad y tristeza. Un individuo, según dicho estudio, está solo una media de 48 días al año, pero si tiene cerca a gente solitaria sumará 17 días extra. Para una afortunada porción de individuos, esos minutos serán insuficientes, mientras que en uno de cada cinco hogares solitarios —según el Instituto de Política Familiar— no se podrá ejercer la soledad amateur, acaso se sobrevivirá en los márgenes de un mundo asistido por los teléfonos de la esperanza, los programas de radio nocturnos, el vaso de agua en la mesilla y el olvido como costumbre. Por ello, convendría modificar la frase inicial: somos también nuestra compañía.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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