Expresiones como gestión del tiempo, horas productivas o higiene del sueño proliferan a día de hoy, cuando hay coaches para todo, incluso para organizarse un horario como quien escribe una partitura. Y la partitura española lleva mal el compás con el reloj internacional. Nos acostamos más tarde que cualquier vecino nuestro europeo, dormimos una hora menos, desayunamos cuando otros comen y nuestro prime time empieza una vez que belgas o alemanes ya se han tomado el diazepam.
La semana pasada The New York Times publicaba el tema en portada, y nos reñía por cenar tan tarde y dormir la siesta, aunque esa dulce costumbre que tantos sabios han aplaudido apenas nos la permitamos los fines de semana. Las fotos que acompañaban el reportaje no muestran a un español perezoso en un sofá de Ikea o una terraza con encanto, sino que retratan una imagen zafia, a años luz de esa otra terca marca España. Y apelan a nuestra pobre cultura en economizar el tiempo. La que tantas veces han expuesto Ignasi Buqueras y su Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles con los demás países de la UE, relacionando nuestra extensa jornada laboral con nuestra baja productividad. Pero, en cambio, no señalan dos obstáculos de peso: por un lado, la antigua creencia de que echar horas en el trabajo significa hacer méritos y dar ejemplo. Sin duda un asunto espinoso para modificar en tiempos de precariedad y paro, pero que nos aísla de la agenda internacional. El segundo obstáculo es aún más inasequible: las cosas no suceden linealmente, una detrás de otra, sino que a menudo se simultanean, y un instante cabe dentro de otro instante. Cuando la luz del día se alarga, también parece que la vida se alargue. De ahí el apurar hasta el último sorbo de claridad. No, no es que nos pirremos por la chanza, seamos juerguistas, siesteros y desorganizados. El del español, catalán, vasco y gallego es un sueño de omnipotencia. Lo que queremos es vivir más que nadie.
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