Las mujeres son menos independentistas”. Según la encuesta realizada por Gesop para el Grupo Godó, un 54% de los hombres apoya el respaldo al Estado propio frente al 42,3% de las mujeres. Una interesante perspectiva de género se abre a propósito de la aspiración a segregarse de España -en algunos gráficos, en la prensa se representa Catalunya como un gajo de mandarina o una porción de queso cortada del todo peninsular-. No sé si esta visión inhibe más a las mujeres por la evocación del dolor fantasma del miembro amputado. O si guardan relación su tan manida empatía, su deleite en el diálogo y su inteligencia emocional con su posición soberanista. Mucho se ha hablado de la necesaria feminización del mundo para lograr que tenga un rostro más amable. Tanto desde una perspectiva biológica como sociológica se subraya la importancia del acuerdo, ejemplificado muy a menudo por mujeres.
Procuro sopesar si en verdad existe una argumentación que sustente esos 12 puntos de distancia con los hombres. ¿También somos diferentes en esto? De entrada, me llegan los ecos de la diputada socialista Victoria Kent bregando en el Congreso contra -ni más ni menos- el sufragio femenino. Consideradas esclavas mentales de la Iglesia o la familia, siervas de un conservadurismo a ultranza que imposibilitaba el progreso, el cliché de la población femenina en aquellos tiempos remitía al oscurantismo más tremebundo. Clara Campoamor, en cambio, combatió el prejuicio del adocenamiento. Nunca se me hubiera ocurrido preguntarme si hay más mujeres que hombres de derechas, o si hay más hombres que mujeres independentistas. Por ello me intriga que la encuesta haya resaltado la brecha de género en la intención de voto. De la misma forma que ha desmontado para la España más temerosa el tópico de que todos nuestros jóvenes son radicales separatistas a un paso de la kale borroka (un 52%, es decir, la mitad, están por la independencia), podríamos interpretar que a la mayoría de las ciudadanas no les agrada la transgresión ni el conflicto.
“Si la civilización hubiera sido dejada en manos femeninas, todavía estaríamos viviendo en cabañas de hierba”, le leí en una ocasión a la siempre provocadora, y tan única como discutible, Camile Paglia. Siguiendo esta tesis, podríamos añadir que hubiéramos conocido un mundo sin tantos conflictos bélicos, menos narcotizado, con una cifra inferior de accidentes de tráfico, suicidios y violaciones. Paglia considera que la asunción de los llamados “valores femeninos” -como la sensibilidad, el diálogo o la cooperación- es perjudicial en el proceso de socialización en un mundo competitivo.
Aunque interesantes y necesarios, las políticas y los estudios de género contraen el riesgo de olvidarse de la individualidad. Ya en pleno siglo XXI debería abundar lo que nos une, y no lo que nos separa. Pero, entonces, ¿qué haríamos con las estadísticas?
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