Hay historias de familia que se graban en la médula del ser como hierro caliente. Moldean ya no la personalidad o la conducta, sino algo que va más allá: llamémosle alma, inconsciente, disco duro. Perolos asuntos de familia no dan para demasiados titulares. Porque el ámbito privado ha merecido siempre una sagrada inviolabilidad, hasta que estalla en catarsis o se enquista para siempre. Este verano he leído algunos libros que por un lado paladean y por otro se enfangan en la edad de la inocencia. Desde “El vino de la juventud” de John Fante, en el que recuerda su pálpito cuando halla en un baúl una foto de su madre, aún joven y bella pero “en la cocina estaba mi madre, prisionera entre cazos y sartenes; una mujer que ya no era la encantadora mujer de la fotografía”; hasta el arrollador y adictivo “Nada se opone a la noche”, en el que la prosa de Delphine de Vigan fondea en una compleja historia de familia que demuestra cómo el primer sabor a veces amargo de la infancia se adhiere, imperturbable, al resto de la vida.
El discurso de los niños siempre ha sido secuestrado por los adultos. Nosotros le ponemos palabras, registramos sus simbologías, observamos sus proyecciones y buscamos el significado de sus lágrimas. Pero permanece oculta una realidad acerca de la cual ellos carecen de voz para que emerja, y que aún no forma parte del discurso de los adultos: la realidad de los abusos. Puede que este titular reciente sea menos nuevo de lo que imaginamos: “el 90% de los abusos sexuales a menores son cometidos por miembros de la familia”, o este otro: “uno de cada cinco niños es víctima de la violencia sexual, incluida la violación antes de los 18 años”. Lo difunde la campaña del Consejo de Europa contra la violencia sexual sobre niños, niñas y adolescentes puesta en marcha hace tres años. En España, a través de la FAPMI –la Federación de Asociaciones para la Prevención del Maltrato infantil- se insta a los mayores a convertirse en agentes de prevención, y a concienciarnos de nuestro compromiso ante esa lacra mucho más apegada a la condición humana de lo que suponíamos. Desde denunciar una web nociva o bien educar previniendo y creando entornos poco intimidantes en base a una regla básica: “los secretos buenos les hacen felices, los malos no”.
Hasta bien entrada la democracia en España, a partir de los ochenta, no se empezó a adquirir conciencia de que los asuntos de malos tratos a mujeres en el domicilio conyugal tenían que ver con la violencia, y no con la pasión. Con el abuso de poder del más fuerte sobre el más débil. Y con el sometimiento propio de aquellos que confunden el amor con un perverso asunto de propiedades. En el caso de la violencia, y concretamente de la sexual contra los pequeños, la mala noticia es ése “uno de cada cinco”, y la buena, que nuestra sociedad parece ya lo suficiente madura para afrontarlo sin más prórrogas.
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