Lo escribió Joseph Brodsky, que en 1964 fue deportado a una granja colectiva del norte de Rusia para remover estiércol a causa de su actitud «asoviética». En el juicio, la juez le preguntó quién le había concedido el nombre de poeta. El joven contestó: «No lo sé, Dios tal vez». Y ahora ¿quién nos concederá nombres? ¿Por qué es tan dolorosa su carencia?
Dios como provocación. Porque Brodsky creía en el mandato de la lengua y afirmaba que ésta no es el instrumento del poeta sino que él es el medio del que se sirve la lengua para prolongar su existencia. Entre el espacio y su cuerpo.
El apóstata Hawking contra Newton y contra sí mismo. En The Grand Design descarta que Dios ordenara el caos hasta el séptimo día. Sostiene: detrás del Big Bang no hay huellas de una inteligencia suprema, tan sólo las inevitables leyes de la física.
Ya lo sospechaba Borges, coleccionista de laberintos: «no sabemos si el universo tiene un centro, si fuera a así estaríamos salvados, habría una arquitectura frente al caos», dice, ya ciego, en un video de la exposición Per laberints en el CCCB —comisariada por Ramon Espelt y Oscar Tusquets—. En otra pantalla, Dürrenmatt asegura que el manicomio es sinónimo de laberinto. Su relato tiene buen share. El minotauro encerrado entre espejos. Infinitos caminos cruzados entre sí o dispuestos de forma en que es difícil encontrar la salida.
También me planto ante La soledad organizativa de Barceló. Su gorila pensativo. La inmensa duda, tan sobrecogedora como la esperanza. My sweet lord.
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