Él nunca supo que había vendido más de medio millón de copias en la entonces aislada Ciudad del Cabo. Sus hijas, en el documental que lo ha convertido en leyenda, confiesan que fueron pobres, y que vivieron en más de 26 casas. Algunas sin habitaciones. Otras sin lavabo. Sin embargo, el padre las llevaba a bibliotecas, a la ópera, “a los lugares de los ricos e ilustrados”. En Sudáfrica, cuando Rodríguez se convirtió en el mayor ídolo musical de los setenta, los periódicos publicaron la falsa noticia de su suicidio. Y a pesar de que tres generaciones cantaban sus canciones, nadie se interesó en seguir su rastro hasta que unos periodistas musicales descubrieron que no estaba muerto. Y le organizaron una gira por Sudáfrica: 30 conciertos, limusinas, hoteles de cinco estrellas… Sólo sus hijas comprendieron el significado de todo aquello: su padre, un genio outsider con vocación de jornalero vestido de esmoquin, donó el dinero recaudado a los más pobres que él y continuó viviendo como si no hubiera pasado nada, acaso con la reservada satisfacción de haber sido aclamado por una multitud enfebrecida cuando había tenido más de veinte años para reconciliarse con el fracaso.
El otro día, en Barcelona, apareció el misterio en el escenario mientras se vendían bocadillos de salchichón de Trujillo y helados de crema catalana. Casi ciego, no sé si extraviado, desafinó ante un público maduro y condescendiente. Daba igual. Jóvenes y viejos acudieron a venerar al hombre del documental, al proletario digno. A un símbolo de los genios fallidos. El que hoy, veinte años después de resucitar del olvido, es requerido como antihéroe en los veranos musicales. Demasiado tarde para un idealista albañil de Detroit. Ojalá no sea ingenuo desear que, como mínimo, ahora sí cobre los royaltis por la reproducción, venta y descarga de sus discos.
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