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Diamantes en bruto

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Los dos rombos nos marcaron, y de qué manera. No tanto por su prevención moral como por la fascinación que suponía transgredir lo prohibido. Cumplir catorce años, en la España de los años setenta y primeros ochenta, significaba alcanzar un grado de madurez para los jóvenes que, ante un rombo, se sentían legitimados para poder consumir material sensible. “Bah, un rombo”, nos decíamos, aunque a menudo el contenido que visionábamos fuera más atormentado que el de cualquier peliculilla del destape, donde más que alentar el sentido del morbo se exaltaba el del ridículo.

La geometría inspirada en la baraja francesa y símbolo del diamante debió de ser obra de algún censor esteta con vocación de diseñador gráfico. No he podido averiguar el nombre del autor de tan refinado invento identificador de lo moralmente condenable por parte del comité de censura de TVE. Duraron hasta 1985, cuando una sociedad que se consideraba ya madura y democrática empezó a entenderlos como un mensaje naif. Empleados ornamentalmente desde la antigüedad y emble- ma del op art o el cuerpo de paracaidismo del ejército español, los rombos han sido puestos en juego tanto por las matemáticas como por David Delfín. El anuncio de que el Gobierno proyecta unificar un sistema de calificación de contenidos por edades para televisión, cine e internet sorprende a una audiencia que durante años ha esperado la tan requerida autorregulación por parte de las cadenas televisivas que, sin complejos, programan en horario infantil asuntos abyectos que promueven desde la violencia hasta el sexismo, el mal gusto o el analfabetismo emocional, más nocivos que una de indios y vaqueros.

Sea en forma de dos rombos o dos calaveras, la regulación que ahora promueve el Gobierno viene a decir que hace falta un mayor vigor para compensar la laxitud que se da en tantos hogares donde los niños pequeños ven Los Simpson -que, por cierto, hasta 1994 se emitían a las 23.00 y actualmente, a la hora de comer- “porque son dibujos animados”. Y es que hoy, con doce años, uno puede descubrir a Visconti y Thomas Mann en la reposición madrileña de Muerte en Venecia, y enfrentarse, con 16, a la iniciativa gubernamental de permitir una noche al año cualquier actividad criminal, incluido el asesinato, en The purge. La noche de las bestias. Titánico trabajo le espera al comité que, de continuar con la medida, designe el Gobierno como autoridad moral para decidir qué es nocivo y qué no, incluso para ponerle puertas al mar. Acaso se trate de un gesto de impotencia, de condenar y prohibir como cínico lavado de cara en lugar de promover el desarrollo de un autocontrol y orquestar una iniciativa pedagógica. El conocimiento es poder, y necesita de maestrazgo, acompañamiento, tutela, aliento. Porque el verdadero sentido de los rombos no fue su efecto disuasorio sino su papel como rito de pasaje, y estos nunca son moralizadores.

(La Vanguardia)

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