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¿Defender disuadiendo?

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Por qué el ejército es la institución más valorada por los españoles, los mismos a que al tiempo opinan que si algo debe recortarse drásticamente son los presupuestos de defensa? O, ¿por qué no hay apenas identificación con los temas relacionados con la seguridad interna o externa, asunto que no es percibido como una preocupación? Estos y otros interrogantes se plantearon la semana pasada en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional, donde se debatió a propósito del número de la revista Claves dedicado a las Fuerzas Armadas, titulado Disuadir y defender. ¿Qué ejército necesita nuestra democracia? Su director, Fernando Savater, se preguntaba si esta apreciación no se deberá al descrédito del resto de instituciones, aunque planteaba como paradoja el profundo desconocimiento de las mismas tanto por parte de quienes expresan tan mayoritaria consideración como de quienes sienten un rechazo epidérmico a los uniformes.

Algunos militares con amplia formación, idiomas y una sagrada vocación de servicio público evidenciaban el desprecio de la posmodernidad por lo castrense. Y consideraban poco saludable el alejamiento entre las fuerzas armadas y una sociedad portadora, es cierto, de un aún cercano y masivo “No a la guerra”, pero que, al reconocer el papel de los militares en misiones internacionales, evidencia que el pacifismo español -como se ha ilustrado en diferentes ocasiones- no es antimilitar.

Es un hecho notablemente simbólico que hoy, en España, ningún militar se pasee con uniforme por la calle -a diferencia de otros países europeos-. Su invisibilidad debería de ser analizada cuidadosamente cuando su prestigio social resulta tan destacado, mucho más valorados que la monarquía, la Iglesia o los sindicatos. Con la transición se acercaron los lenguajes civiles y militares, y “el ejército pasó de ser la columna vertebral del Estado a su brazo armado”, aseguraba el capitán de fragata Federico Aznar. A lo que el historiador Santos Juliá le respondió que “ni columna vertebral ni brazo armado, sino servidores del Estado, como cualquier funcionario”.

Afortunadamente, hoy no hay militares estrella y no se prodigan por los platós de televisión como los políticos e incluso algunos jueces. Tampoco se conocen casos de corrupción entre sus armas, y su sentido de la lealtad incondicional ha deslumbrado a más de un ministro de Defensa progresista. Su transformación, despolitizada, profesionalizada y con mujeres entre sus filas, choca contra la animadversión que producen tanques, cazas y fragatas, parasitaria desconfianza no poco residual. Y es que la herencia de un pasado invertebrado aún aviva un recelo tejido con prejuicio. Probablemente, sólo cuando uno de nuestros soldados muere en una carretera sin asfaltar de un país en guerra alguien se pregunte cuánto cobra por servir a un Estado democrático y estar incluso dispuesto a morir en su defensa.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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