A menudo, el primer comentario que surge cuando una mujer aparece sin maquillaje es el de “no parece ella”. Se trata del discurso estético gobernado por el canon, y que no creo que sea dictado ni por la industria cosmética ni por las revistas femeninas ni tan siquiera por Hollywood, sino por unas leyes invisibles que determinan lo que hoy en día aún se entiende como el rostro público de la feminidad.
Recientemente, se ha extendido una tendencia llamada “sin maquillaje 2.0”, que consiste en que las llamadas celebrities suban sus fotos con la cara lavada a Twitter. Algunos lo atribuyen a otro buen filete de marketing que vende falsa humildad, cercanía e incluso ilusión de intimidad. Para otros, es puro narcisismo. Un mensaje de pseudoautenticidad al que incluso la cantante Rihanna, acusada como tantas de rendirse a los servilismos de la estética de la fama, se sumó difundiendo imágenes recién levantada de la cama. O eso parecía. Decidida por un día a ser más mortal.
Caitlin Moran, escritora y columnista en The Times, acaba de publicar en España Cómo ser mujer (Anagrama). Dicen de ella que es como si Germaine Greer escribiera en un bar, y en su libro -en el que por cierto hace apología del vello púbico y de la humillante tortura que representa la moda de la depilación brasileña- ahonda en cómo las mujeres, en realidad, no tienen ninguna idea de cómo ser mujer. “Hacerse mujer es un poco como hacerse famosa”, asegura. Porque en verdad después de un final de infancia anodina, arranca la fascinación de un proceso de cambio en el que todo el mundo pregunta. Por la talla, por el sexo, por los tacones, los chicos. Desde el ¿qué quieres hacer? hasta el ¿quién eres? Y en esa travesía, casi siempre el verdadero rostro acaba camuflado por otro que aparentemente blinda el alma. Pero bajo su incuestionable hegemonía se corre el riesgo de perder el auténtico sentido de la belleza. Que nunca es uno solo.
Comentarios