Si además de observar la secuencia de los valores, atendemos al lenguaje, nos encontramos con fórmulas como: “anorexia financiera”, “crecimiento negativo”, “factor de sostenibilidad de las pensiones”. O “movilidad exterior” en lugar de “fuga de talentos”. La economía se apresta a acuñar perífrasis para hacer más digerible el problema. Pero el eufemismo, y más cuando el FMI alerta del peligro de una cronificación de la crisis, se convierte en el síntoma más claro de la no aceptación. Podría tratarse de un mecanismo de defensa para cegar el conflicto, como suele ocurrir con la adicción, la infidelidad e incluso el maltrato. Qué arduo trago el de identificarlo y reconocerlo, sobre todo por lo que aguarda después, ya que exige espíritu de lucha y sacrificio. En realidad, el ser humano posee una gran predisposición a negar lo que ocurre. A menudo pretendemos que la escena que vivimos sea como la hemos deseado. Y pocas veces sucede. En este tiempo de satisfacciones inmediatas y gratificaciones instantáneas, el nivel de frustración es tan elevado como el del déficit. De ahí que los valores financieros que regurgitan los canales temáticos o las páginas de economía de los medios posean un halo irreal, como si en verdad no fuera con nosotros, aunque su amenaza latente nos abrume.
Por ello me detengo ante el libro de un antiguo monje budista británico, Andy Puddicombe, que glosa las ventajas de la meditación: “Consigue un poco de espacio en tu cabeza”. Sus teorías me intrigan, porque a menudo no logro pacificar el desasosiego que me produce que alguien hable a gritos en el avión o el tren, que pase las páginas del periódico con un estruendo amenazador, o que desde la mesa de al lado invada con su conversación mi plato. Las ideas del fundador de Headspace tienen mucho que ver con el estoicismo y la piadosa resignación, aunque acaban derivando hacia algo más novedoso, que guarda relación con la tan coreada plasticidad del cerebro: al aceptar el ruido y prestarle atención, asegura, la mente acaba aburriéndose y desconecta. Según parece, el mecanismo planteado por Puddicombe tiene que ver con la resistencia mental que mostramos ante lo que nos desagrada o nos amenaza. Acaso siguiendo esa lógica, los eufemismos de la crisis vengan a ser como esas medidas forzadas para lograr algo de armonía en un vagón de tren. 6.202.700 parados reclaman espacio en nuestras cabezas, mientras crece el temor de que al atender tal caudal de noticias pésimas, nuestros cerebros se anestesien y cuelguen sin dilema el cartel de “no molestar”.
A todo nos acostumbramos porque estamos hechos para sobrevivir, va en nuestra naturaleza que cuando nos creemos incapaces de cambiar una realidad ingrata, molesta, inevitable, intentemos vivir (sobrevivir) en ella del mejor modo posible.
La cronicidad de la crisis, como la de una enfermedad, puede poner en activo esos mecanismos de habituarse al mal hasta hacerlo un elemento usual, corriente, de nuestra vida llegando incluso a olvidar lo que es vivir libre de él. Si esos dispositivos de autodefensa se ponen en marcha aún tratándose de un mal que nos afecta a nosotros mismos ¿qué no pasará cuando es un mal externo del que es más fácil desconectar?
¿Es egoísmo? Bueno, pudiera ser. En cualquier caso es el egoísmo mínimo imprescindible de todo ser vivo para conservar su vida y vivir de acuerdo con su naturaleza. Habituarse es encallecerse, es decir, intentar no ser excesivamente vulnerable a una realidad que puede golpear hasta destruirnos.
El problema no sería entonces obedecer a nuestra naturaleza sino tomar por natural, inevitable, una situación que no lo es. Es decir, resignarse a vivir como enfermos crónicos cuando podríamos vivir como personas sanas. Ahí está el quid de la cuestión. ¿Son inevitables todos los males ante los que nos resignamos y por supervivencia natural acabamos por adaptarnos a ellos? ¿Son inevitables los 6.202.700 parados?
Nuestros cerebros nunca se anestesiarán del todo mientras haya puentes para divertirse: El test del uno de mayo será muy significativo, y el de dos semanas después, en Madrid, confirmará los resultados.
Drama hay menos del que arrojan las cifras del paro, afortunadamente. Tomarlas al pie de la letra sería un craso error.
Aunque rechinen mis palabras y suenen paternalistas, a veces pienso si esta dolorosa penitencia no debería ser lo suficientemente larga para no volver a incurrir en los viejos errores y grabar en la memoria colectiva que las heridas, cuando son graves y además se infectan, hay que evitarlas en el momento justo de empezar a notar el cuchillo en la piel. Ojalá me equivoque, pero si llegáramos a saber lo que bulle en la mayoría de los cerebros nos asfixiaría el pánico. Me refiero a la “ilusión” por que esto termine para regresar a esos estribillos del derroche y del consumismo irresponsable que nuestro sandunguero carácter entonan con obscena delectación. Mi sospecha se basa en la facilidad con que se practica la exculpación individual, como si los guionistas del drama fueran exclusivamente políticos, banqueros y empresarios. O dicho de otro modo, de haber sido los ciudadanos de a pie más prudentes el problema sería a estas alturas de una gravedad mucho menor. Admitámoslo de una vez, ni la prudencia ni la precaución están en el listado de nuestras virtudes.
Hablando de bolsa, de preferentes, de escandalosa farsa, me pregunto si encontraremos suficientes cuerdas para ahorcar a tantos infames que han esquilmado los ahorros de gente decente que cometió el error de confiar en el sistema. A veces sueño con un auto de fe en las plazas mayores de esta España doliente y veo a esos canallas ardiendo en la hoguera. Lo que se ha hecho, por ejemplo en Galicia, no tiene perdón ni humano ni divino, como bien narra con irónica amargura Suso del Toro en el blog de La Vanguardia.